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Actualizado: 11 de mayo de 2025


Siempre le había fascinado aquel coro del convento de San Bernardo, donde la media luz que penetraba por las altas claraboyas dormía con místico sosiego sobre los sillones de roble. ¡Cuántas veces, viendo cruzar una figura blanca y silenciosa y sentarse allá en el fondo, se había estremecido! Era un temblor dulce, voluptuoso, que le hacía apetecer con ansia la entrada en aquel fantástico recinto.

Acontecióle entonces lo que nos acontece cuando despertamos de una molesta pesadilla: su corazón se espació y aspiró con placer el aire frío que, zumbando en las cornisas, penetraba en remolino hasta el fondo del patio.

La salud penetraba como un torrente en su marchito cuerpo, prestándole una fuerza incomprensible; entraba en una vida plena y divina donde no existen los dolores, en un letargo extático lleno de molicie, del cual nacían muchedumbre de vagos deseos, como flores que abren su cáliz un instante y difunden por el aire su perfume.

Entre el fulgor amarillento de las luces y el sonido de aquella moneda, el templo parecía dominado por algo terrenal y profano, mientras arriba, en lo alto de la cornisa, a cada instante penetraba con más dificultad la luz del sol.

En verano, cuando penetraba por la ventana abierta el aroma de los pinos y de las acacias y se veía sobre la mesa un vaso con flores, diríase que, en efecto, era aquello una casa de campo. Adornaban las paredes tres cuadros que Pomerantzev había llevado, así como un gran retrato de su hijo, muerto de difteria hacía mucho tiempo; todo esto daba a la habitación un aspecto muy agradable.

Mi perseguidor avanzó unos pocos pasos, pero se detuvo súbitamente, y sólo pude distinguir, a la luz del débil farol que penetraba a través de la neblina londinense, una figura alta y descompuesta por la niebla enceguecedora. Sin embargo, no fue bastante densa para impedirme encontrar mi camino, porque conocía muy bien esa parte de Londres.

Aquel cuchicheo tan suave que salía de su boca, penetraba en todo mi ser y lo henchía de voluptuosidad. Hubiese querido prolongar unos instantes más aquel estado, y morirme después. Cuando volvíamos para casa traté de explicarle algo de lo que me pasaba, para que conociese siquiera un parte del amor infinito que me inspira; pero siempre rehuía la conversación.

Al llegar al corredor de cristales que daba vuelta a todo el patio, percibí con claridad los objetos, por la mucha luz de la luna que allí penetraba. Entonces medité, y formulando vagamente un plan, dije: Aquí buscaré un sitio donde ocultarme. Lord Gray no puede haber llegado todavía. Le espero, y cuando venga le saldré al paso. Puse atento el oído, y creí sentir un rumor vago.

Su título ha traspuesto la ambigua esfera de la minoría letrada para bajar al pueblo y a la escuela, mientras penetraba su doctrina en los campos de la controversia y de la acción sociales.

Por los balcones abiertos penetraba el hálito caliginoso de las neones de verano, cargado de enervantes perfumes. La plazuela animábase. El calor arrojaba de sus estrechos cuchitriles a la gente de los pisos bajos, y las puertas estaban obstruidas por corrillos de blancas sombras sentadas en sillas bajas y respirando ruidosamente.

Palabra del Dia

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