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Pero tal como han resultado aquí las cosas y puesto yo a considerar que estoy a dos dedos de morirme... ¡ay, Marcelo, qué pinturas se me ponen delante de los ojos!

No, no lo puedo creer; no es cierto. -, señora; es cierto. Yo no puedo estar en esta casa ni un día más. Adiós, señora. Lázaro murmuró la devota, asiéndose al brazo derecho del joven como un náufrago que encuentra una tabla en momentos desesperados. ¡Usted se va ... se va! Y yo me quedo aquí para siempre. ¡Oh!, quiero morirme mil veces primero. El joven estaba confundido.

«Quite, quite allá dijo: vaya con lo que se le ocurre... ¡Darme á los colchones, que ni tan siquiera caben por la puerta de mi casa!... Y aunque cupieran... ¡rayo! A cuenta que he vivido tantismos años durmiendo en duro como una reina, y en estas blanduras no pegaría los ojos. Dios me libre de tenderme ahí. ¿Sabe lo que le digo? Que quiero morirme en paz.

Le he preguntado mil veces si lloró cuando estaba tan mal; él dice que no, porque siendo muy tierno, tiene el pudor de no demostrarlo; pero yo , por las sirvientas, que andaba gimoteando por los rincones. También le preguntaba si se hubiera vuelto a casar si yo llego a morirme. Su respuesta fué muda, pero elocuente.

Padecí también furor de homicidio, y por poco mato a mi tía y a Papitos. Siguieron luego depresiones horribles, ganas de morirme, manía religiosa, ansias de anacoreta, y el delirio de la abnegación y el desprendimiento...

En fin, siga usted poniendo lo que le digo... «No quiero morirme sin hacerle a usted una fineza, y le mando a usted, por mano del amigo D. Plácido, ese mono del Cielo que su esposo de usted me dio a , equivocadamente...». No, no, borre el equivocadamente; ponga: «que me lo dio a robándoselo a usted...». No, D. Plácido, así no, eso está muy mal... porque yo lo tuve... yo, y a ella no se le ha quitado nada.

Todo lo que habéis visto esta noche ha sido fingido; que no soy yo mujer que por semejantes camellos había de dejar que me doliese un negro de la uña, cuanto más morirme. -Eso creo yo muy bien -dijo Sancho-, que esto del morirse los enamorados es cosa de risa: bien lo pueden ellos decir, pero hacer, créalo Judas.

Pensé que ya no nos quedaba más que poquísimo hilo que devanar, y protesté, con la energía de un dios pagano... ¡Basta, basta, basta!... ¡No quiero morirme sin haber visto a Tucker!... ¡Debo verlo ahora mismo! ¡Qué! ¿No sabes que ha muerto? me objetó Nanela soltando una carcajada como un rebuzno. Miré entonces nuestros trajes de riguroso luto y me di una palmada en la frente.

Una vez, sin embargo, logré que se fijase. Quisiera morirme pronto le dije repentinamente. ¿Y por qué? repuso volviendo el rostro con sorpresa. Porque llevo dentro de un demonio que me atormenta sin cesar. ¿Qué demonio es ése? Una pasión imposible. Siguió caminando en silencio unos momentos y se puso grave. Hasta entonces había estado risueña y habladora.

¡Está usted pidiendo!... ¿No le dije a usted ayer que el señor Gobernador no quiere que se pida en esta calle? Pues manténgame el señor Gobernador, que yo de hambre no he de morirme, por Cristo... ¡Vaya con el hombre!... ¡Calle usted, so borracha!... ¡Andando digo!