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Y salimos del brazo, bajando juntos una recta y amplia escalera de mármol blanco, de la escasa altura que convenía a aquella casita de dos pisos. Yo subí por una escalera mucho más alta, obscura y de caracol le dije a mi acompañada. Verdad me aseguró Nanela. Pero cuando se la baja, esa escalera es como mil veces más corta, y es cómoda y derecha.

Además, yo no podía recordar sus infamias... Al agarrarlas con los dedos del recuerdo, ellas se deslizaban bajo mis manos como anguilas... La misma Nanela, en vez de enfadarse, seguía riéndose, riéndose... ¡La verdad es que era chusco ver a un hombre vivo metido en su ataúd a modo de un saltaperico de elástico resorte en su cajita de madera!

Al decirla, por el solo hecho de decirla, mataría su alma inmortal... ¿Y qué mayor suplicio que el suplicio del No-Ser? ¡El suplicio del No-Ser! Esto me sugirió una idea estrambótica, que inmediatamente comuniqué a Nanela. ¡Esposa mía! le dije. ¿No podría ser Tucker el Fantasma del Remordimiento?

Y yo la miraba enamorado, tan enamorado que se me cayeron los ojos... Se me han caído los ojos le dije. Parémonos a recogerlos. Así le dije, deseoso de detenerla y detenerme, aunque no hubiera olvidado que yo era una salamandra hombre... ¡No era preciso recoger mis ojos, pues que ellos retoñarían solos! Baja los párpados y vuelve a levantarlos me insinuó Nanela.

Y seguimos y seguimos... y yo vi que si seguíamos así, pronto íbamos a acabar el hilo que enrollábamos alrededor de la Tierra, que era nada menos que el hilo de nuestras vidas. Con harta razón alarmado, supliqué a Nanela que nos detuviéramos... Ella no me escuchó, ocupada en cantarme su canto de amor a través de nuestra ruta vertiginosa.

Hay una razón para ello. Sus habitantes son todos noctámbulos. No por qué me hizo enormemente gracia, me hizo como cosquillas en el alma, la idea de que Tucker fuera, ¡al mismo tiempo! procurador y noctámbulo. Por no afligirla no hice notar esta coincidencia a Nanela... Quien en cambio dijo: Muy obscura está la noche.

Con todo, lejos de pararnos, tomé de la cintura a Nanela, ¡Nanela, la mujer única de mi universo!... Ella recostó su cráneo sobre mi hombro, y seguimos como Paolo y Francesca en las profundidades del infierno. Aspiremos el aire de la montaña me dijo para fortalecernos. Aspiramos, en efecto, mientras marchábamos, un aire lleno del estruendo de las batallas y de los resplandores del incendio.

Lo último que debí perder eran los tímpanos... Porque todavía alcancé a escuchar la furibunda voz con que clamaba Nanela: ¡Tucker, el demonio de Tucker tiene la culpa! Por no fijarse en las coqueterías y devaneos de su mujer, el pobre Marcos Ruiz tenía fama de zonzo. Pero más zonza era ella, Currita, pues que, siendo en realidad una buena muchacha, hacía lo posible para no parecerlo.

Quise entonces contarle que el cielo se había quemado; pero no encontraba palabras para contarlo... Cuando las encontré, me había olvidado de lo que quería contar. Por eso guardé un largo silencio, en el cual me dijo Nanela, ¡oh querida y dulce Nanela! que, por rara casualidad, algunas veces amanecía en esa población... El sol debía estarla escuchando.

Pasado el primer deslumbramiento, miré mejor y vi que allá, en el fondo de la pieza, me aguardaba Nanela. Aunque jamás la viera ni oyese hablar de ella, yo la reconocí en seguida. Era Nanela. Era una alta y hermosísima mujer pálida la más alta, más hermosa y más pálida mujer del mundo, toda vestida de blanco, sin joyas, flores ni cintas, llamada Nanela.