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Actualizado: 10 de julio de 2025
Yo me alcé de hombros... ¿Qué tenía que ver eso conmigo?... Recorrimos en silencio, siempre del brazo, unas callejuelas imposibles. Las casas, aunque rígidas e inmobiles, hacíannos al pasar muecas y gestos, unas veces de paz y amor, otras de odio y cólera. Pululaban allí lechuzas, viejas y ánimas en pena. ¿Has notado, Nanela pregunté a mi amada que en esta ciudad siempre es noche?
Pero también es cierto, ciertísimo agregué atemorizado que él está en el fondo de la casa, mirándonos a través de las paredes con sus ojos de ahorcado o de basilisco. Huyamos, entonces me propuso Nanela, echándose apresuradamente una mantilla de encajes sobre el cuervo de sus cabellos. Huyamos.
De otro modo no puede explicarse cómo amaneció de pronto, en cuanto ella dijera que algunas veces amanecía en la ciudad. Todos los habitantes se metieron en sus cuevas y en sus sepulcros al aparecer la luz indiscreta. Como era la madrugada, la ciudad parecía un cementerio. No bien se abra una iglesia, entramos a casarnos murmuró Nanela. Claro.
Díjeselo así a Nanela... ¿De qué te asombras y qué te importa? me replicó. Tampoco yo soy más que un esqueleto andante. La miré, y la vi como siempre la viera. Nanela no podía ser sino la mujer más hermosa, más pálida y más alta del mundo.
Aunque Nanela me exhortara: ¡Adelante! ¡Adelante! la Fatalidad tiraba para atrás del hilo de mi vida, cada vez con más fuerza... Y yo avanzaba cada vez con menos fuerza... Tanto me pesaban las piernas que creía echar raíces en el océano de luz que me rodeaba, que me asfixiaba, que me devoraba como a una gota líquida más... Dejé de sentir mis pies... mis manos... mis brazos... mi cuerpo... Ya era sólo una cabeza flotante en aquel océano de luz, ¡una miserable cabeza que se disolvía como un terrón de azúcar!... Perdí el pensamiento, la vista, el tacto...
Quiso Tucker aprovechar la distracción de nuestra hilaridad para escaparse del ataúd e irse. Muy a tiempo nos percatamos de su pérfido intento mi mujer y yo. Y lo tendimos en el cajón, a la fuerza... Y nos sentamos arriba de la tapa para que no pudiera levantarla... Nanela gritó: ¡Sepulturero, sepulturero, aquí hay un muerto que quiere escaparse!...
Te equivocas si piensas que todavía no nos queda bastante hilo que enrollar en nuestros viajes alrededor de la madeja de la Tierra. Y es mejor que no pienses ahora, ¡oh mi ídolo! en ver a Tucker. Porque tiene lepra y te la contagiaría si lo vieras. Pero cuando que es tu tío y tutor no tiene lepra objeté a Nanela. No lo niego. Sólo tiene lepra cuando es un extraño para mí.
Pensé que ya no nos quedaba más que poquísimo hilo que devanar, y protesté, con la energía de un dios pagano... ¡Basta, basta, basta!... ¡No quiero morirme sin haber visto a Tucker!... ¡Debo verlo ahora mismo! ¡Qué! ¿No sabes que ha muerto? me objetó Nanela soltando una carcajada como un rebuzno. Miré entonces nuestros trajes de riguroso luto y me di una palmada en la frente.
Al salir de la iglesia, me dijo Nanela: Haremos un largo viaje de bodas. Tenemos que irnos lejos, muy lejos. Pues ten por seguro que ese canalla de Tucker nos persigue. Yo contesté: Por seguro lo tengo. ¿Quién se atrevería a dudarlo, quién? Y lancé hondísimo suspiro, exclamando: ¡Oh, miserable Tucker! ¡oh Tucker nunca bastante execrado, vos tenéis la culpa, nadie más que vos! Huyamos.
Fue así que entramos en la iglesia de un convento de franciscanos, donde oraban muchos caballeros medioevales con la visera calada. A través de la penumbra, los acordes del órgano parecían sollozos e imprecaciones. En el altar mayor decía misa, parándose en puntas de pie, un frailecito rechoncho, con dientes como de perro o de lobo. En su boca estaba siempre estereotipada la doble risa de un hombre satisfecho de su mesa y de sí mismo. No era más alto que mis rodillas. Para alcanzar al santo tabernáculo tenía que subirse a un banquillo que le colocaba al efecto el sacristán. Cuando se subió al banquillo para bendecir a los fieles, Nanela y yo nos arrojamos a sus pies... Y aprovechamos su bendición para casarnos.
Palabra del Dia
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