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Actualizado: 10 de julio de 2025
Hícelo así y me retoñaron los ojos... Nanela me los besó, cantándome con su voz de sirena: ¡Cuán bellos ojos!... Has ganado en el cambio, esposo mío. Antes eran pardos y ahora son más negros y expresivos que los de un arcángel después de rebelarse. Por bellos que sean, estos ojos deben cerrarse pronto observé desalentado si continuamos nuestro desenfrenado viaje de bodas...
Cuando es mi padre, unas veces la tiene y otras no. Bien sabía yo que en aquel momento Tucker no era ni padre ni extraño para Nanela, antes bien, por el estado de su temperamento, el verdadero tío y tutor. No quise sin embargo contradecirla, porque nunca conviene contradecir a la mujer amada, cuando ella es una mujer pálida y nerviosa. El tiempo me daría razón.
Sobre su frente exangüe brillaba una cabellera tan negra, que se diría un cuervo incubando allí sus ideas. Hace ya siete años que te estoy esperando me dijo. Como era mi prometida, yo la abracé, la besé en sus rojos labios, y le repuse: ¡Siete años!... ¡Pobre Nanela!... Pero tú sabes... Sí, yo también sé me interrumpió ella que el pérfido de Tucker, mi tío y tutor, tiene la culpa.
Nuestra huida rectificó ella. Nuestra huida, perfectamente. Pero los hilos de nuestras vidas se acaban, se acaban si los seguimos devanando... ¡Y para qué morir tan jóvenes!... Además, antes de morir, yo quiero conocer a Tucker. Tú lo sabes. ¿Estás loco? prorrumpió Nanela. ¿Quién habla de morirse?
Entre todos claveteamos sólidamente el cajón de Tucker. Después, Nanela y yo nos persignamos y nos fuimos. Pero la Fatalidad nos perseguía, una Fatalidad indescriptible... Debíamos seguir... Y cada paso era una brazada menos del hilo de nuestras vidas, ¡una brazada menos!...
Yo gritó también: ¡Socorro, que un muerto quiere escaparse, socorro!... Pero Nanela y yo, como no pesábamos mucho, teníamos miedo de que, forcejeando con la rodilla, Tucker pudiera abrir la tapa del cajón... Yo no podía volver a echarle llave, por haber perdido el llavero... A nuestros gritos acudieron los guardianes y acudió mucha gente emparentada con los muertos de aquel cementerio.
Cubre así a veces la cancerosa llaga de una princesa el peplo de lino recamado de rubíes. ¡El descanso, al fin! prorrumpió mi esposa sollozando. El cementerio es el descanso. Sí, Rosalinda de mi vida. Porque había llegado el momento de que Nanela se llamase «Rosalinda», yo la llamaba «Rosalinda»... Después la llamé, ¡y siempre tan acertadamente!
Palabra del Dia
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