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Cuando se detuvo la larga fila de vagones y comenzaron los viajeros a bajarse, Pepe fue registrando con la vista los departamentos uno por uno, mas no vio salir de ellos ningún cura. Miró a las gentes que ya se habían apeado, y tampoco. Entre los recién llegados que se agolpaban a la puerta de salida, no había clérigo alguno.

Luego de las corridas de Madrid debía torear en todas las plazas de España. Su apoderado estudiaba los horarios de los ferrocarriles, entregándose a interminables cálculos que habían de servir de guía a su matador. Gallardo marchaba de éxito en éxito. Nunca se había sentido tan animoso. Parecía que llevaba dentro de él una nueva fuerza.

Con el ímpetu ascendente del musical deliquio, las pupilas habían subido a escondérsele detrás de las bambalinas de los párpados superiores; mostraba unos ojos blancos como los de las estatuas antiguas, y el alma en blanco también, al modo de página virginal que espera recibir con trazo indeleble los conceptos más sublimes.

Los ceramistas valencianos del siglo XVIII los habían ornado con galeras berberiscas y cristianas, aves de la cercana Albufera, cazadores de blanca peluca que ofrecían flores á una labradora, frutas de todas clases y briosos jinetes cabalgando en caballos como la mitad de su cuerpo ante casas y árboles que apenas llegaban á las rodillas del corcel.

Muchos maridos se hubieran enojado conmigo por haber resistido a sus deseos. Hubieran sido capaces de insinuar que habían tenido mala suerte al casarse conmigo. Godfrey, sin embargo, no ha sido capaz de dirigirme una palabra dura.

Ferragut quiso reanudar la conversación, pero no encontró las primeras palabras. Temía parecer ridículo. Le infundía miedo esta mujer. Se dió cuenta al contemplarla con ojos adorantes de los grandes cambios que se habían efectuado en el adorno de su persona. Ya no vestía el tailleur obscuro con que la había visto por primera vez.

El interes con que la Corte de Madrid empezaba á mirar sus establecimientos ultramarinos, y la actividad del Ministro Galvez, que presidia entonces el Consejo de Indias, iban cortando los abusos que se habian introducido en tan vasta y complicada máquina.

La marcha a través de aquellos grandes bosques fué penosa, sobre todo para los tres náufragos, a quienes les habían atado las manos a la espalda para impedirles todo intento de rebeldía o de fuga, durante el descanso nocturno.

Nunca debió Velázquez de tomar muy en serio la mitología: cuando muchacho, en casa de Pacheco, donde habían de leerse y comentarse composiciones poéticas apropiadas al gusto de la época, con amores y aventuras de héroes y dioses, él pintó animales y pescaderías; cuando fue a Italia y respiró aquella atmósfera, esencialmente pagana, trajo La fragua de Vulcano; cuando en los últimos años de su vida le ordena el Rey decorar una estancia de Palacio, hace cuadros en que representa a los personajes de la fábula como simples mortales.

Mientras el joven leía mentalmente, el juez trataba, en vano, de descubrir en su rostro el efecto de la lectura. Tal era la alteración de las facciones, tan torva la mirada, las ojeras tan profundas, los labios habían tomado una expresión tan dolorosa que la tristeza no podía ya extraer una lágrima de los ojos ni trazar una nueva arruga en el rostro.