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Por siempre, contestaron de adentro, y la puerta se abrió toda con ímpetu. Y añadió: ¿Qué hay ahora, P. Cándido? ¿No le tengo dicho que haga y deshaga en la biblioteca lo que estime conveniente? ¿Ó es que se ha propuesto freirme la sangre á puras consultas? ¿Y qué nueva pejiguera traen esos acompañantes que parecen estatuas?

La iglesia de la Salud, cuajada de estatuas, tiene su torre, su cúpula, sus cinco fachadas; el interior, con monumentos y adornos de arte exquisitos.

Sólo a trechos veíanse algunos ladrillos y cascotes de los derribos; lo demás estaba construido con los materiales más heterogéneos, viéndose empotrados en la argamasa, a guisa de ladrillos, botes de conserva, latas de petróleo, cafeteras, orinales, hormas de zapatos, y junto con estos despojos, tibores rotos de porcelana, columnillas de alabastro, trozos de estatuas, todo al azar, según el desorden de la recogida diaria en Madrid.

Le gustaba pasear por las naves, detrás del altar mayor, el sitio más obscuro y silencioso del templo. Allí dormía gran parte de la historia de España. Tras la cerrada puerta de la capilla de los Reyes, guardada por dos heraldos de piedra puestos en jarras, estaban los monarcas de Castilla en sus tumbas coronadas por estatuas de armadura de oro haciendo oración con la espada al cinto.

Las estatuas, en la tranquilidad de la sala, le parecían reposar. Flotaba sobre ella una influencia serena y pura. Y Julio también era otro. Ya no tenía aquella vaga tristeza en el semblante distraído, y su modo, sus palabras, eran dulzura y galantería, no solamente para con ella, sino también cuando se dirigía a Charito, a Lucía o a la institutriz.

Atravesó un magnífico vestíbulo iluminado por dos grandes lámparas con bombas esmeriladas sostenidas por sendas estatuas de bronce, siguió por el corredor y tomó la escalera que conducía al principal sin tropezarse con nadie. Cerca ya del salón que daba ingreso a su boudoir, halló a Fernando, un criadito de catorce años vestido con librea muy cuca y adecuada a sus años. ¿Estefanía?

A poco rato vio la lavandera que del seno diáfano del agua salían tres mancebos tan lindos, bien formados y blancos, que parecían estatuas peregrinas hechas por mano maestra, con mármol teñido de rosas.

A la entrada de dicho patio principal sobre su portada mirando al Apeadero hay dos estátuas pequeñas de dos ninfas de marmol que acompañan á dicha portada y á los escudos de armas de la casa que están encima y á los lados de ella pintados en la pared.

Siete estátuas de medio cuerpo también en sus nichos, sobre las antecedentes todas de marmol, las cinco de emperadores romanos y las otras dos de mujeres con el ropaje que cubre el pecho de jaspe.

Cuando pensamos en el obelisco de la plaza de la Concordia, naturalmente se nos presentan las fuentes, y estatuas y surtidores, y el palacio de las Tullerías, y el Templo de la Madalena, y los Campos Elíseos, y el Palacio de la Cámara de los Diputados: pero está en nuestras manos cambiar la escena, y sin mas que querer, trasladamos el obelisco en medio de la plaza de Oriente, y estamos mirando qué efecto produce allí: hasta que satisfechos de la operacion le colocamos otra vez en su puesto ó no pensamos mas en él.