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No era ya para ella el indiferente que había creído; las lágrimas que brotaban poco antes de los ojos del joven, María Teresa las sentía caer una a una en su corazón, y las menores inflexiones de la voz lenta y baja de Juan dirigiéndose a ella, semejante a la del sacerdote ante el altar, surgían en su memoria como música misteriosa.

La tentación no había hecho presa en su alma, y sin embargo, todo su cuerpo temblaba, no por miedo al delito, sino sólo ante la facilidad de poder ejecutarlo. Te tiembla la mano dijo Clotilde con voz débil al tomar el vaso. Tengo frío repuso Julia. Y llena de espanto pensó en cuál otro y cuán distinto sería su temblor si hubiese aceptado la idea del crimen.

Al llegar Rafael a la plazoleta de la ermita, descansó de la ascensión, tendiéndose en el banco de mampostería que formaba una gran media luna ante el santuario. Reinaba allí el silencio de las alturas. Los ruidos de abajo, todos los rumores de vida y labor incesante de la inmensa llanura, llegaban arrollados y aplastados por el viento, cual el susurro de un lejano oleaje.

Espantose de pronto Jovita, y dio un salto que hubiera desmontado a un árabe. Agarrado a las riendas, estaba un hombre que había saltado desde la cuneta y al mismo tiempo se alzaban ante él y en el camino un caballo y otro jinete en la oscuridad. ¡Afloja tu bolsa, canalla! dijo en voz de mando y con una blasfemia la segunda fantasma.

Pero el gigante no quiso escuchar lo que juzgaba protestas políticas del revolucionario y le dió un golpe en la cabeza con uno de sus dedos, enviándolo otra vez al fondo del bolsillo. Llegó Gillespie al puerto, teniendo siempre ante sus pies un ancho espacio de terreno libre de gentío.

Sólo en el pueblo perduraba el recuerdo de aquella ferocidad religiosa, de aquel crimen repetido fríamente en nombre de Dios al través de los siglos; de aquellos sacrificios humanos que recordaban los ritos sangrientos de los fenicios ante sus divinidades ardientes. Y el desquite llegaba con no menos ferocidad, como el desahogo de un pueblo que se venga.

Doña Blanca, aunque sin precipitar sus palabras, mostrando ya, en lo trémulo de la voz y en el brillo de los ojos, viva y dolorosa emoción mal reprimida, habló luego así: Todo lo sabe V. y me alegro. Quizás hice mal en no decírselo yo misma la vez primera que me arrodillé ante V. en el tribunal de la penitencia.

La cándida miss se había fiado de su palabra, que él tenía acaso entonces intención de cumplir, y, para captarse las simpatías de su futura suegra, había aceptado el papel dictado por aquel a quien consideraba como su legítimo dueño y señor ante Dios y ante los hombres. Hemos visto lo que había resultado.

Aquello mismo que distingue y caracteriza a Velázquez, es lo que ahora se ansía con mayor empeño: la sinceridad en la expresión del sentimiento, la sencillez en la ejecución, la exactitud en la relación de valores por el estudio de la luz y el aire; precisamente todas las cualidades que nos suspenden y entusiasman ante Las Hilanderas y Las Meninas.

La vía estaba limpia de transeúntes; pero en los casinos los balcones mostrábanse iluminados; los pisos bajos no tenían otro cierre que las cancelas de cristales. Los rebeldes pasaban ante las sociedades de los ricos lanzándolas miradas de odio, pero sin detenerse apenas.