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Yo me refería a Gustavo Núñez y a mi cuñada Elena replicó Tristán friamente. Elena se mostraba reacia aquel verano para ir al Escorial. Reynoso ya no podía más. Su amor y su prudencia le retenían de tomar la iniciativa, pero empezaba a mostrar en su semblante la impaciencia que le dominaba.

El príncipe, sabiendo por experiencia que su coronel no conocía el valor del tiempo cuando empezaba á hablar de la «legitimidad» y de «sangre derramada», se apresuró á interrumpirle. Bueno; ya lo sabemos. Pero ¿qué duquesa es la que encontraste?... La señora duquesa de Delille.

Gritaba Cervantes pidiendo a voces socorro, y en sus brazos sostenía a doña Guiomar, y se teñía en su sangre, y entre sus brazos doña Guiomar se le moría; y empezaba a sentirse en la casa movimiento de gentes que a las desaforadas y desesperadas voces de Cervantes parecían acudir, y ni en salvarse pensaba Cervantes, ni en otra cosa que en reanimar con su aliento a doña Guiomar, que no era ya en sus brazos más que un cuerpo difunto.

Cuando Ana procuró sacudir, moviendo la cabeza, aquellas imágenes importunas y pecaminosas, el templo iba quedándose vacío. Tuvo ella frío y casi casi miedo a la sombra de un confesonario en que se apoyaba. Se levantó y salió de la catedral, que empezaba a dormirse. El órgano se había callado como un borracho que duerme después de alborotar el mundo. Las luces se apagaban....

Empezaba á crecer con fuerza la marea con lo que en poco tiempo nos zafó de una barra que hay á la entrada de dicho puerto, que sino hubieramos perecido.

Señal afirmativa de Tomás, que empezaba a dudar y confundirse.

Los había que estaban ya segados y exhalaban por sus heridas todavía abiertas el calor almacenado en su seno. Otros conservaban su onduloso manto de espigas, que empezaba á estremecerse bajo los primeros soplos de la brisa nocturna. Las máquinas agrícolas se destacaban sobre el rojo sombrío del horizonte como animales monstruosos que empezasen á surgir de las profundidades de la noche.

Al oír esto, Fortunata tuvo un retroceso en su salvaje idea, y cogiendo al chiquillo, que empezaba a rezongar, se lo llevó al seno. La madre lloraba, el chico también, y el gran Ido apareció otra vez en la puerta sin decir nada, contemplando a marido y mujer con miradas semejantes a las de las estatuas de yeso o mármol, pues parecía no tener niñas en los ojos.

Tenía necesidad la abuela de ver al señor cura a propósito de unos pobres a quienes socorremos, y se fue a casa del padre Tomás. La abuela recibió de su pastor la acogida más alegre que se puede desear. De tan buena gana reía el señor cura, que ya empezaba la abuela a amoscarse ligeramente, cuando aquel sacó una carta de su escritorio y se la dio sin más explicaciones.

En todo cuanto decía su pobre marido encontraba ella pensamientos pecaminosos; todas las acciones de él eran mundanas: le quemaba los libros, le sacaba el dinero para obras pías, le llenaba la casa de padres misioneros, teatinos y premostratenses; y en cuanto se hablaba do conciencia y de pecados, empezaba á mentar los de todo el mundo, sacando á la publicidad de una tertulia frailuna la vida y milagros del vecindario, para condenarla como escandalosa y corruptora de las buenas costumbres.