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Currita sintió un movimiento de gozo vivísimo que le pareció el presentimiento del triunfo; los carruajes de la corte saldrían, por el buen tiempo, descubiertos, y sin duda irían después de la Salve a dar una vuelta por la Castellana, donde todo el mundo elegante tendría ocasión de verla y contemplarla en su honorífico puesto... Algo la espantaba, sin embargo: la idea de que iba a serle forzoso pasar por aquel mismo trayecto que había recorrido con Jacobo la noche funesta, por aquella misma iglesia ante la cual pronunció su última palabra, por aquella esquina en que le había visto caer lanzando un gemido de agonía... Mas ¿qué iba a hacer ella? ¿Enterrarse en vida a los cuarenta y cinco años? ¿Dejar por escrúpulos sentimentales que le arrebatase una calumnia el prestigio, la soberanía suprema, el cetro de la elegancia y el buen tono que, a pesar de mil vergüenzas verdaderas, había conservado en su mano hasta entonces?...

Nosotros hemos tenido ocasion de contemplarla de cerca y detenidamente en la sacristía del referido templo, donde se hallaba no sabemos por qué motivo; y observamos en ella algunas de las incorrecciones que caracterizan las obras de escultura de los mas remotos siglos de la edad media.

Diez y ocho meses bien cumplidos estuvo en la Alcarria; y refería después la nodriza que, en las pocas veces que en ese tiempo fue el señor marqués a ver a su hija, se le caía la baba de gusto al contemplarla rodando por los suelos, medio desnuda, entre cerdos y rocines, tan valiente y risotona, y tan sucia y curtida de pellejo, como si fuera aquél su elemento natural y propio.

Prestó a la muerta este servicio piadoso y terrible, y después de contemplarla un instante con muda y dolorosa mirada, cubrió con la sábana a guisa de sudario aquel hermoso rostro helado por el soplo de la muerte. Y entonces los tres, arrodillados y llorosos, oraron en la tierra por la que en el mismo instante también oraba por ellos en el Cielo.

Y Julio también se humillaría, Julio también buscaría avergonzado la mediación de Charito, y acaso en la mañana de los domingos, para la misa de las once, se deslizaría como él, furtivamente, en la iglesia del Socorro, por el miserable consuelo de contemplarla arrodillada en la penumbra.

El joven dejó a Magdalena a las cinco para volver a las siete. Quería que antes de llegar los convidados y de verse obligada Magdalena a atender a unos y a otros le dedicase a él por lo menos una hora; quería contemplarla a su placer y hablarla, en voz muy queda sin que nadie tuviera que escandalizarse de ello.

Le contó que iba siempre a la iglesia, los domingos, para contemplarla furtivamente durante la misa, y le explicó cómo, imaginándola suya, y soñando con lo que no sería realidad nunca, había atravesado aquellas largas semanas de pena. Y ahora no le exigía nada, no le recordaba promesa alguna y sólo pedía que le dejara el alivio de poder algunas veces hablarla.

Además, al contemplarla tan hermosa, idealizada, transfigurada, casi me atreveré a decir, divinizada por el sufrimiento, sentía hervir mi sangre, latir mi corazón, abrasarse mi cabeza. Yo estaba loco. La misma fuerza de mi locura me contenía, impedía que yo lo olvidase todo, que empujase la débil puerta que me separaba de ella y que me arrojase en sus brazos. Yo blasfemaba.

Ya no le tuteaba. Transcurrieron varios días sin que el torero se atreviese en sus visitas a recordar el pasado. Limitábase a contemplarla en silencio con sus ojos africanos, adorantes y lacrimosos. Me aburro... Voy a marcharme cualquier día exclamaba la dama en todas las entrevistas.

Las antiguas casas solariegas mostraban sus grandes puertas cerradas; en algunos portales, convertidos en talleres de curtidores, se veían filas de pellejos colgados y en el fondo el agua casi inmóvil del río Ega, verdosa y turbia. Al final de esta calle se encontraron con la iglesia del Santo Sepulcro y se pararon a contemplarla.