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Su manía principal era la de recoger los pedacitos de pan que hallaba y amontonarlos en un rincón de su cuarto hasta que allí se pudrían. Cuando el montón era ya demasiado grande, los criados venían a recogerlos en cestos y lo tiraban al carro de la basura. Al entrar en su habitación y echarlo de menos se enfurecía. Necesitaba su guardián hacer uso de algún medio violento para volverle el sosiego.

Don Luis, en medio de su mortificación y mal humor, se reía de lo cómico del recuerdo; hallaba que no faltarían en España filósofos que adoptarían de buena gana el método persiano; y si él no le adoptaba también, no era a la verdad por miedo del chirlo, sino por consideraciones de mayor valor y nobleza. Acudían, por último, mejores pensamientos a su alma y le consolaban un poco.

La confesión de la culpa ennoblece siempre, y como demasiado sabía él que todo lo noble hallaba eco en el gran corazón de Jacinta, se dijo: «aquí me viene bien un rasgo». Pero el momento de la confesión se acercaba, y el pecador estaba algo confuso, sin saber cómo iba a salir de ella.

Nébel no cabía en de gozo, y como la señora no parecía inquietarse por las preocupaciones jurídicas de Nébel, éste prefirió también un millón de veces tal presencia a la del abogado. Con todo, se hallaba sobre ascuas de una felicidad demasiado ardiente y, como tenía 18 años, deseaba irse de una vez para gozar a solas, y sin cortedad, su inmensa dicha. ¡Tan pronto, ya! le dijo la señora.

Hallaba Amparo en el semblante de Guardiana no qué limpidez, qué tranquilidad honesta, que le helaban en los labios el cuento de amores cuando iba a empezarlo; al paso que Ana, con su nervioso buen humor, su cara puntiaguda rebosando curiosidad, convidaba a hablar. Amparo la tomó por confidente, y hasta por compañera.

No vio las almas feas tras los rostros hermosos, las almas cínicas tras los rostros severos, las almas tristes tras los rostros cómicos... Sin pensar en las almas, deleitábase ahora con los rostros hermosos, se edificaba con los severos, se divertía con los cómicos, y en todos hallaba su mérito y su interés. La alegría volvió a su corazón.

La poetisa se hallaba en un paroxismo de furor secreto. ¿Cómo podía yo decidirme por una solución contraria á las ideas de Cantarranas, cuando éste era mi Mecenas, ó, para valerme de una de sus más queridas figuras, corpulento roble que daba sombra á este modesto hisopo de los campos literarios?

Ello era que, según doña Inés, su padre, desde hacía tiempo, daba frecuentes aunque ligeros indicios de extravagancia y de chochez prematura. Tal era la causa que hallaba doña Inés para la desaparición de don Paco.

Y en verdad que le cuadraba admirablemente el nombre; porque la niña revoloteaba sin cesar dentro de él, moviendo los muebles y trasladando los objetos de un sitio a otro, tan inquieta y nerviosa como un pájaro. Para que la semejanza fuese más completa, cuando la familia se hallaba en el comedor oíanse muchas veces los trinos lejanos de alguna cavatina o romanza que estudiaba.

Llegado á los escalones que conducían al atrio saltó de su caballo, y apartando bruscamente á la sorprendida abadesa, dirigióse el doncel al punto donde se hallaba la novicia y extendiendo hacia ella sus brazos, exclamó con amoroso acento, en el que palpitaba profundísima emoción: ¡Constanza! ¡Roger!