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Al inclinarse León curiosamente sobre la caja de velas, la criatura se volvió, y en un movimiento de espasmo agarró el errante dedo del minero y por un momento lo retuvo con fuerza. León puso la estupefacta cara de un idiota, y algo parecido al rubor se esforzó en asomar a sus mejillas curtidas por el sol.

De que los libros no valgan dinero resultará que todos aquellos hombres de entendimiento, que sirven para algo, harán mil cosas útiles y no escribirán.

Era la casa de peones, el miserable albergue de las montañas mineras, donde se amontonan los jornaleros. Aresti estaba habituado á visitar aquellos tugurios que olían á rancho agrio, á humo y á «perro mojado». En la entrada de la casa estaba el fogón con algo de loza vieja alineada en dos estantes.

No podía comprender que este mozo pequeño, enjuto y enclenque en apariencia inspirase miedo á nadie. Lo contempló con una curiosidad algo irónica desde la altura de su corpulencia; le acarició los brazos con sus manazas, sonriendo al encontrar inmediatamente el hueso bajo los músculos nervudos pero delgados. Un recuerdo surgido repentinamente en su memoria hizo esta sonrisa más insolente aún.

Sois mezquino y cobarde, que si no lo fuérais, yo os salvaría. ¡Vos! ¡Yo! ¿Y podéis? Puedo. Os daré mi caudal. Yo no quiero vuestro oro. Pues ¿qué queréis? Vos queréis algo. Quiero vuestra conciencia. ¡Mi conciencia! , quiero que matéis á la persona que una persona que yo os diré, os nombre. ¡Matar! yo no tengo valor para matar... yo no he matado á nadie. Habéis matado hace dos horas...

Ansí que, bien puedes darte paz y sosiego en esto de creer que son los que dices, porque así son ellos como yo soy turco. Y, en lo que toca a querer preguntarme algo, di, que yo te responderé, aunque me preguntes de aquí a mañana.

Es verdad dijo, después de un momento de reflexión, es realmente una especie de cuadrúpedo, algo tiene de animal, no puede negarse. Y frunció el ceño, como en dolorosa meditación de la ignorancia e imbecilidad del impopular Melín. Hace un tiempo bien triste, ¿verdad? añadió, engolfándose en la corriente del general sentimiento.

Deseaba que el poderoso sol se filtrase por la lona del toldo y me abatiese, aniquilase mi conciencia, me transformase en una piedra, en una planta, en algo que no pensase ni sintiese. Comprendía que mi actitud y mi semblante denotaban demasiado claro lo que pasaba en mi espíritu, que me estaba poniendo en ridículo. Nada me importaba.

Un día, al volver a casa, me encontré con que habían dejado un bulto para . Era una caja de unos veinte centrímetros en cuadro, muy empaquetada y llena de sellos de lacre. ¿Qué es eso? me dijo mi madre. No . ¿Has pedido algo? Yo, no. Pero, ¿esperas alguna cosa? Ninguna. Desaté el paquete, le quité el papel, y apareció una caja de metal con su asa, y en ésta una llave sujeta por un cordón.

Algo me ha dicho; pero mucho me quedó por saber. El pergamino, hele aquí. Sacó don Diego el otro, y juntando las dos partes se hicieron una, y a las letras del que tenía el huésped, que eran E T E L S