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C'est peut être juste, c'est peut être juste, dijo Mlle. Ivonne, procurando acordar las reflexiones de Julio con las enseñanzas de la Université des Annales que ella frecuentara en su país. Lucía Moreno se había acercado con Charito y escuchaba a Julio sin dejar de sonreír. Examinó la Psyché con cierta curiosidad respetuosa, procurando descubrir en ella todo aquello que Julio le atribuía.

Como Julio a casa no va, ni quisiera yo que fuese, me harás un gran favor. ¿Pero no has conseguido acaso verte con él aquí, en casa? ¿Quieres una prueba mayor? No te enojes, Charito querida, y escúchame... También lo veo en casa de las Aliaga y es allí donde empecé a quererlo, lo sabes.

Pasaban los días sin que Charito le diera noticia alguna. La desesperación le hubiese consumido, pero le alimentaba el ensueño.

Muñoz, intrigado, pensó por un momento que Julio se había fingido tan abatido para evitar una explicación, o por alguna rara delicadeza de rival afortunado. ¡Lo que menos necesito es eso, su cortesía! exclamó en voz alta. ¿La cortesía de quién? le preguntó Charito. No haga caso, esta noche han de perdonarme cualquier desvarío. Es un mal momento de mi vida.

La vio acercarse, en el salón, a la madre de Charito, una señora gruesa, entrada en años, de cara bondadosa y un aire de distinción sonriente; conversaba animadamente con otras señoras y se interrumpió sólo por un instante para besar a Adriana en las mejillas. Un grupo de muchachas, acercándose, la acogieron luego con pequeños gritos, acariciándola y besándola con alegría.

En esto llegó Lucía Moreno, una amiga de ambas; venía acompañada de su profesora, Mlle. Ivonne, que le servía al mismo tiempo como dama de compañía. Lucía era, para Adriana, un ser mucho más interesante que Charito. Muchacha de unos diez y nueve años, elegantísima, alegre de carácter, llena de gracia espontánea, una continua sonrisa le jugaba en los labios y en los ojos negros.

Charito hablaba con su madre y Lucía Moreno sobre una rifa de caridad, proyectada y organizada por ella para contribuir a las obras de un pabellón en el asilo taller de Nueva Pompeya. Adriana y Julio alcanzaban a oír, con intermitencias, la animada charla. De pronto Charito enmudeció.

La conversación de Charito reflejaba toda aquella inconsistencia. ¿Y qué haces? proseguía. En ninguna parte se te ve ahora. Las mañanas de Palermo nunca estuvieron tan bien como este año.

Y Charito se puso a charlar, loca de contento, encantada por haber llevado a buen término una obra que significaba, según ella, la felicidad de sus dos mejores amigos. Raquel sintió que con Charito había entrado, ataviada de alegres apariencias, para posesionarse de Adriana, la inevitable realidad.

Me decía, con palabras finas, incomparables, con una suavidad delicada, y como rendida a , que al menos le dejara la dulzura de verme y hablarme por última vez. ¡Ah! ¿Por qué me llamaba así? Fui. Sus ojos estaban húmedos. ¿Había llorado? No ; al verme se rió por largo rato. Esto sucedía en casa de Charito González. supondrás que se reía de júbilo por la idea de que yo desistía del viaje.