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Con tu vida trabajosa y santa, no sólo borrarás hasta las últimas señales de esta caída sino que después de perdonarme el mal que te he hecho, conseguirás del cielo mi perdón. No hay lazo alguno que conmigo te ligue; y si lo hay, yo le desato o le rompo. Eres libre. Básteme el haber hecho caer por sorpresa al lucero de la mañana; no quiero, ni debo, ni puedo retenerle cautivo.

Hay que perdonarme que me gusten los elogios y que sea sensible a las dulces palabras. Es un defecto común a todas las mujeres. Habíamos llegado al sitio habitual de separarnos y me fui con Lacante y con su hija. A pesar de haber hecho las paces con Luciana, no estaba contento. La había encontrado dura en su defensa y fría en sus promesas. Ella, por su parte, conservaba un secreto descontento.

El cielo también la había mirado con ceño, y ella no había sucumbido sin embargo. Pero el ceño de este hombre pálido, débil, pecador, á quien el pesar abatía de tal modo, era lo que Ester no podía soportar y seguir viviendo. ¿No me quieres perdonar? ¿No quieres perdonarme? repetía una y otra vez. ¡No me rechaces! ¿Me quieres perdonar?

Ya lo veis, señor cura... porque nosotras también hemos conocido días crueles, porque Bettina recuerda haber puesto la mesa en nuestro pequeño comedor de un quinto piso en New-York, nos encontraréis siempre prontas a socorrer a los que están, como estuvimos nosotras, en presencia de las dificultades y los dolores de la vida... Y ahora, señor Juan, ¿queréis perdonarme mi largo discurso y ofrecerme un poco de esa crema que parece excelente?

Leonor conocía que aquel hombre, siempre franco y leal, al volver a ella le restituía un corazón y un amor sincero que ya nadie le disputaba. ¡Leonor mía! ¿Querrás y podrás perdonarme? dijo, dejándose caer de rodillas ante su mujer. Esta selló con sus lindas manos los labios de su marido. ¿Vas a echar a perder lo presente con el recuerdo de lo pasado? le dijo.

Pero tened en cuenta, para perdonarme, que he pasado mi vida entre hombres y mal puedo saber cómo hablar á una mujer de suerte que ni aun ligeramente lleguen á disgustarla mis palabras. Así me gusta. Y ahora, completad vuestra retractación; decid que tenía yo razón al querer vengarme de mi ofensor. ¡Ah, eso no! contestó él gravemente.

Al recobrarla lenta y oscura, la voz del señor Poenco fue el accidente que me dio a conocer que había mundo. Lord Gray había desaparecido. Reconocime y me encontré estúpido; pero la vergüenza, motivada por el recuerdo de mi envilecimiento, vino más tarde. ¡Y qué vergüenza aquella, señores! Mucho tiempo tardé en perdonarme.

¡Señor Marqués, perdóneme! Quise levantarme, quise hablar, pero en vano. Me hallaba petrificado en mi sillón. ¡Señor Marqués continuó, dígnese perdonarme! Hallé en fin la fuerza suficiente para acercarme á él; á manera que yo me aproximaba, él se retiraba penosamente hacia atrás como para escapar á un contacto pavoroso.

Muñoz, intrigado, pensó por un momento que Julio se había fingido tan abatido para evitar una explicación, o por alguna rara delicadeza de rival afortunado. ¡Lo que menos necesito es eso, su cortesía! exclamó en voz alta. ¿La cortesía de quién? le preguntó Charito. No haga caso, esta noche han de perdonarme cualquier desvarío. Es un mal momento de mi vida.

No es muy frecuente encontrarme con un hombre como usted, de su carácter y de su autoridad, por todo lo cual habrá de perdonarme la libertad que acabo de tomarme para pedirle consejo... Finalmente prosiguió con expresión todavía más afectuosa, creo ya haberle dicho que desde los primeros momentos me inspiró usted una gran confianza.