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Lo comprendí y me marché a casa para saladar a la Marquesa de Oreve. La señora de Grevillois, que estaba al lado de la ventana trabajando activamente en su bordado, me interpeló al pasar para reprocharme graciosamente que dejase sola a Luciana.

Pero no nos vendas. Y, sobre todo, no vayas a figurarte que estoy enamorado de Elena. Si supieras cómo se borra hasta desaparecer la pobre chica cuando la comparo con Luciana... He tenido una prueba muy clara al volver de Bretaña.

Luciana pareció apurada y balbució: ... sin duda... lo haré... Buscaré una ocasión y lo explicaré todo de un modo verosímil... Confíe usted en y guarde el secreto... Me lo ha jurado usted. No lo olvido. Necesitaba todas mis fuerzas para contenerme y para contener los movimientos de aversión que me sacudían los nervios.

Lacante se dirigía a como para prevenir mis objeciones. Palabra de honor; cree que me voy a casar con su hija... ¿Y Luciana, entonces, mi Luciana adorada, que no es devota, sino que tiene una alma alta y generosa y una inteligencia hermana de la mía? Mi amigo me ha hecho quedarme a almorzar, y mientras tanto hemos hablado de Elena.

Y sin dejar de cuidarme de los preparativos de la comida, me estremezco al pensar lo que tengo que decir esta noche al señor Lautrec. El mismo día, 12 de la noche. He vencido, mi buen señor cura, y estoy muy contenta por Luciana sin estar muy orgullosa por mi diplomacia, pues la verdad es que no he tenido mucho mérito. Voy a contarle a usted cómo ha pasado.

Luciana pareció sorprendida de que mis trabajos de crítica sean tan mal pagados. Lo cierto es que con lo que yo gano y con lo poco que a la pobre muchacha le producen sus miniaturas no podríamos sostener una casa. Veo me dijo con un ligero suspiro que durante largo tiempo tendremos que armarnos de paciencia, a no ser que alguna hada benéfica...

Luciana mía exclamé, si la he disgustado a usted, le pido perdón... Y, sobre todo, no llore, pues no podría resistir sus lágrimas, y no qué me impediría colgarme de la rama más alta de ese roble. Excelente medio de arreglar de una vez nuestras querellas dijo Luciana riendo.

Hace un momento, Luciana, así se llama, me ha preguntado de repente, después de andar juntas un gran rato sin decir palabra, si no sentía a Dios presente en el aire puro y libre de los campos, en las frescas enramadas del bosque, en el brillo chispeante del sol y hasta en la delicada pequeñez de los musgos y de las flores lo mismo que en la iglesia.

Su voz y su risa sonaban a falso, y su salvaje enfado no hacía más que hundir en mi seno el aguijón de la duda... ¿De qué pueden acusar a mi pobre Luciana? ¿Qué puede saber, sin decirlo, esta horrible Sofía? Después de unos minutos de silencio, empleados en dominar mi cólera, me levanté. Puesto que se niega usted a hablar, acaso sabré algo más preguntando al señor Jansien.

Sus rápidas miradas, que siempre solicitan la aprobación de los presentes, se detuvieron en Luciana, pero ésta no levantó los ojos y Gerardo no pudo leer en el mármol impasible de aquellas lindas facciones, fijas en una inmovilidad absoluta y altanera.