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Déme los asadores, que no los quiero sino para esgrimir; que quizá le valdrá más lo que me viere hacer hoy que todo lo que ha ganado en su vida." En fin, los asadores estaban ocupados, y hubimos de tomar dos cucharones. No se ha visto cosa tan digna de risa en el mundo.

Toma indicó Petra, acometida de una risa infantil al repasar, con el dedo mojado en saliva, las hojas . Se marca con rayitas: tantas cantidades, tantas rayas, y así es más claro... Se da un real, ea. ¿Pero no ven que está nuevo? Su valor, aquí, lo dice: «dos pesetas». Regatearon.

Y como Lucía se quedase dudosa, indecisa, sin acertar ni a darle los buenos días, ni a arrojarse en sus brazos, Gonzalvo, censor eterno y sempiterno del matrimonio, desenlazó la extraña situación disparando la risa, y adelantándose a dar un abrazo jocoserio a aquella lamentable caricatura del esposo que llega.

Una risa aflautada del gordo personaje fué la primera respuesta. Luego pareció arrepentirse de su falta de corrección al contestar con risas á las preguntas, y dijo gravemente: ¡Oh, Gentleman-Montaña!... ¡Va usted á encontrar en mi patria tantas cosas extraordinarias dignas de su asombro!... De cómo Edwin Gillespie fué llevado á la capital de la República Hubo un largo silencio.

D. Fadrique creía en Dios y se imaginaba que tenía ciencia de Dios, representándosele como inteligencia suprema y libre, que hizo el mundo porque quiso, y luego le ordenó y arregló según los más profundos principios de la mecánica y de la física. Á pesar del Cándido, novela que le hacía llorar de risa, D. Fadrique era casi tan optimista como el Dr.

Su ancha silla no podía contener aquellos miembros voluminosos, repletos; un tronco obeso y prosaico, un vientre enorme, pantagruélico... y la risa rabelesiana, franca, sonora, que sacude todo el cuerpo. La cara ancha, sin barba, reposando sobre un cuello robusto, con una triple papada, la mirada viva y maliciosa, los ademanes sueltos y cómodos. ¡Qué espíritu, qué chispa!

Después de cada baile, en que yo me cubría de gloria con gran risa de Mary, dábamos una vuelta por la Alameda. Quenoveva encajó toda su chiquillería a un pariente; la Cashilda dejó a su niño, el futuro antropólogo, en casa, y fuimos luego Quenoveva con Agapito, la Cashilda, Mary y yo a dar un último paseo al Rompeolas. Esta es la costumbre clásica de Lúzaro.

No se sostenía ya que eso de saber leer y escribir era propio de segundones y de frailes, y empezaba a causar risa la fórmula empleada por los Reyes Católicos en el pergamino con que agraciaban a los nobles a quienes hacían la merced de nombrar ayudas de Cámara, título tanto o más codiciado que el hábito de las órdenes de Santiago, Montesa, Alcántara y Calatrava.

Bajo las amplias mantillas obscuras, levantadas a causa del fuerte viento de la mañana, la alta cofia arlesina presta elegancia y empequeñece a la cabeza, con ribetes de lindo descaro, algo así como deseos de erguirse para que la risa o la frase picaresca vaya más lejos... Suena la campana; nos ponemos en marcha.

Con estas pláticas y desconciertos llegamos a Torrejón, donde se quedó, que venía a ver una parienta suya. Yo pasé adelante pereciéndome de risa de los arbitrios en que ocupaba el tiempo, cuando, Dios y enhorabuena, desde lejos vi una mula suelta y un hombre junto a ella a pie, que mirando a un libro hacía unas rayas que medía con un compás.