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Actualizado: 2 de mayo de 2025
Mi padre me contó que el compromiso de Máximo con Luciana data de un año, e insistió con bondad en ese punto, dándome a entender que, en aquel momento, Máximo no me conocía. ¡Pobre padre! Le cuesta trabajo comprender que se pueda preferir a Luciana, y acaso creía que mi amor propio sufría más que el suyo. Y se engañaba, porque no es eso lo que me hace sufrir.
Es preciso... ¿No le he dicho que tengo que pedirle un gran servicio? Luciana se ponía encarnada y pálida alternativamente. ¿Ha reparado usted me dijo al fin que el señor Lautrec me hacía el amor? Era difícil no repararlo. ¿Ha pensado usted que podría casarse conmigo? Me ha ocurrido esa idea, pero no con gran seguridad. El señor Lautrec, no sé por qué, no me parecía maduro para el matrimonio...
Al despedirme de ella, la estreché la mano y le dije con energía: Siento que su cariño de usted me traerá la dicha y espero encontrarme pronto en estado de poder asegurar a usted la dignidad de vida y la tranquilidad de espíritu a que tiene derecho. Luciana respondió a la presión de mi mano: Eso es; esperemos con paciencia el momento favorable para realizar nuestros proyectos.
A la violencia sublevada de mis ilusiones sucedía una especie de triste resignación que embotaba y como insensibilizaba mi sufrimiento. Algunas veces, mientras tanto había visto pesar sobre mí la mirada de Luciana sin que expresase ni despecho ni pena, y sí, solamente, una especie de extrañeza.
Le falta Lacante en su colección, y Luciana le había prometido procurárselo valiéndose de mí. Me esforcé por excusar a Lacante con vagas razones, pero Lautrec cortó mi inútil retórica. Si Máximo no trae a Lacante dijo, trae en cambio una novela inédita. ¡Una novela! Veamos, veamos... Señor Cosmes, no puede usted negarse.
Es verdad que hay en ella aspiraciones religiosas en las que yo no puedo seguirla; pero nada estrecho, nada de devociones infantiles como las de nuestra amiguita Elena Lacante. La religión es en Luciana un vuelo del alma hacia las alturas.
No soy hombre de hacerme el restaurador de las virtudes desportilladas.» ¡De quién fiarse, Señor!... Elena al Padre Jalavieux. Tengo una gran pena, mi buen señor cura. ¡Máximo de Cosmes se casa con Luciana Grevillois!
Sus ojos, pálidos y sin expresión, nos miraban obstinadamente a través de los mechones de cabello y detallaban de pies a cabeza el traje de Luciana, indiferentes, al parecer, al gemido casi continuo de la moribunda. En el silencio de la choza, llegaba hasta nosotros la voz de Elena: ¿Vienen alguna vez a visitarla a usted las hermanas de la Celle? Cuando tienen tiempo... muy de tarde en tarde...
Hermosa y admirada como era, me parecía de una especie diferente de la mía y, por instinto, sin intención deliberada, me mantenía a distancia, dichoso solamente con su presencia, como se es dichoso con un rayo de sol. Duraba esto hacía unos años, cuando, en una tarde del último octubre, Luciana vino a sentarse a mi lado.
Me pareció leer un poco de despecho en los ojos de Luciana; y como todo lo que atestigua el amor gusta al que ama, aquel despecho me resultó agradable. La Condesa Vannier creyó que debía defenderme y habló de misión de confianza, de joven doncella sin protector, de lealtad, de delicadeza, de honor y otros lugares comunes, que todo el mundo tenía en la mente antes de que ella los dijese.
Palabra del Dia
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