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D. Félix en aquellos días hizo un viaje á Arbín y celebró largas y frecuentes conferencias con el párroco de la Pola, persona muy avisada y de letras. Por último, una mañana, poco antes de comer, dijo á D.ª Robustiana: Pon dos cubiertos hoy en la mesa que espero un convidado. Hízolo así el ama de gobierno, pero viendo que sonaban las doce mostró su extrañeza.

Y la temblaban las piernas, balbuceaba y no se atrevía a alzar los ojos por no ver a su cuñado. A lo lejos sonaban chirridos de ruedas; voces prolongadas se llamaban a través de los campos, rasgando el silencioso ambiente del crepúsculo. Marieta miraba con ansiedad el camino. Nadie. Estaban solos ella y su cuñado.

Las gentes, cuyos gritos sonaban á lo lejos, en las puertas de las barracas, ya no le odiaban, ya no perseguirían á los suyos. Habían estado bajo su techo, borrando con sus pasos la maldición que pesaba sobre las tierras del tío Barret. Iba á empezar una nueva vida. ¡Pero á qué precio!...

Por ganar almas para el cielo, vas a traer la discordia a casa de tus padres. Antes que hijo, eres cura. ¿No hallas nombre más despreciativo? Las palabras, contenidas por el temor de despertar a los viejos, sonaban como sofocadas, ahogando la prudencia las entonaciones de la ira.

Sonaban en su conversación apellidos vascos y andaluces de arcaico eufonismo: apellidos de los que sólo se conservaba en la Península un recuerdo tradicional en crónicas y comedias de otros siglos. Acogían con el interés de un gran suceso la noticia de los que marchaban al viejo mundo.

Algunos palos rompiéronse en pedazos; sonaban las espaldas al recibir los golpes con un ruido de cofres vacíos; caían muchos con la cara cubierta de sangre, tropezando en sus cuerpos los que huían, y comenzaron á sonar por todos lados, como chasquidos de tralla, los tiros de los revólvers.

Con esto se acabaron de desnudar, acostáronse, mataron la luz, y dormíme yo, que me parecía que estaba con mi padre y mis hermanos. Debían de ser las doce cuando el uno de ellos me despertó a puros gritos, diciendo: ¡Ay, que me matan! ¡Ladrones! Sonaban en su cama, entre estas voces, unos golpazos de látigo. Yo levanté la cabeza y dije: ¿Qué es eso?

Veinticuatro tronos se extendían en semicírculo, y en ellos veinticuatro ancianos con vestiduras blancas y coronas de oro. Cuatro animales enormes cubiertos de ojos y con seis alas parecían guardar el trono mayor. Sonaban las trompetas saludando la rotura del primer sello.

Sonaban por la ciudad alegremente las chirimías, los pífanos y los tambores. Los balcones de la calle de la Victoria eran cestos de rosas, con todas las damas y niñas de la ciudad asomadas a ellos. Por cada bocacalle entraba en la de la Victoria, con su banda de tamborines a la cabeza, una compañía de milicianos.

Mario quedó tan encantado del éxito de su frase que, excitado por él, supo hallar en poco tiempo otras dos o tres no menos felices. Ambos quedaron en breve tan abstraídos de los ruidos mundanales que sonaban a su alrededor como si se hallasen en las profundidades de una selva virgen.