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Va á la cuadra, hace limpiar al Gallardo, su caballo tordo, preside al acto solemne de enjaezarlo, y después entra de nuevo en casa y prepara con gran cuidado las alforjas. En el corazón magnánimo de D.ª Robustiana se cuela de rondón una extraña inquietud que le quita el aliento para tomar el chocolate habitual. Pregunta con voz trémula á su marido si necesita alguna vitualla.

El capitán, por su parte, en cuanto vió al perro fuera del alcance del palo corrió hacia Flora, la llevó al gabinete de su hija María, llamó á gritos á D.ª Robustiana y mientras ésta llegaba él mismo le lavó la herida.

Soy yo, señor, soy yo dijo una voz de falsete al través de la cerradura. ¡Ah! eres , Robustiana. ¿Qué hay? ¡Señor, hay ladrones en casa! El capitán dió un salto mucho mayor y quedó de pie sobre el pavimento. Al fin había llegado el momento supremo; había sonado la hora del combate. Sin encender luz introdujo la mano por entre los colchones y sacó un enorme fusil de pistón.

Se abre la puerta y á la luz del velón se ve al capitán, cuyo rostro pálido, demudado les dice bien claramente lo que había acaecido. El perro se arroja á acariciarle y cae al suelo accidentado por vejez y exceso de alegría. Don Félix, sin pronunciar palabra, entra en el portal y sube al salón. Nadie osa preguntarle, pero D.ª Robustiana y todas sus comadres estallan en sollozos.

Otras muchas zagalas, unas con sus galanes, otras sin ellos, se habían bajado también de la romería cansadas de bailar, y andaban por allí diseminadas á la sombra de los árboles. Entre ellas se hallaba Flora, la linda y desdeñosa morenita huéspeda de D.ª Robustiana.

Cerráronse las puertas y D. Félix, sin querer tomar nada de lo que D.ª Robustiana le ofrecía, se retiró á su habitación. Manolete en la cocina de abajo estuvo largo rato narrando á los mayordomos y á la servidumbre los incidentes de la enfermedad y muerte de la señorita. Al día siguiente D. Félix no quiso salir de su cuarto ni recibir á nadie.

La tía Felicia vino á proponer á Demetria la marcha porque ya era tarde y además le parecía que no tardaría en haber bulla. Al cabo de un instante también se presentó D.ª Robustiana, el ama de gobierno del capitán, con la misma canción, que iba á haber bulla. Y se llevó apresuradamente á Flora. ¿Por qué iba á haber bulla? Por lo de siempre, por la iniciativa de los más ruines y cobardes.

Ya te avisará Robustiana... Linón te habrá puesto jamugas en el caballo, ¿verdad?... ¿No?... Bien, bien, ya que montas perfectamente, pero ten cuidado, hija, no vayas á caerte. Que te acompañe Manolete de espolista para traer luego el caballo... Adiós, hija, adiós... No te des atracones de avellanas; ya sabes que te hacen daño...

Estaban cogidas de la mano y se hablaban con extraordinario afecto, abstraídas enteramente de la algazara que en torno suyo reinaba. La primera se llamaba Demetria: era de Canzana, hija de la tía Felicia, que allí se encontraba sentada con otras mujeres, y del tío Goro, que fumaba tranquilamente su pipa departiendo con algunos vecinos. La segunda se llamaba Flora: era de Lorío: no tenía padres: vivía con sus abuelos, molineros y colonos del capitán, á quien éste otorgaba bastante protección. Mantenía desde muy niña amistad con D.ª Robustiana, y tanto por esto como por la que á sus abuelos profesaba D. Félix, solía pasar algunas temporadas en Entralgo. Demetria á pesar de su estatura no tenía más que quince años. Flora había cumplido ya diez y ocho. Ni la diferencia de edad ni la oposición de caracteres habían impedido que estuviesen unidas por tiernísima amistad. Tal vez el contraste mismo de su naturaleza la favoreciese. Flora aprovechaba cuantas ocasiones se le presentaban para subir á Canzana y visitar á Demetria.

Los ojos del capitán se oscurecieron, fruncióse su frente y dijo sordamente: No hay necesidad de avisar á nadie... Arréglate con las criadas como has hecho otras veces. D.ª Robustiana quedó confusa y triste. No volvió ya á mentarle el nombre de su gentil amiguita.