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Fíjate, mujer solía decirle . Ayer estabas bastante aliviada, pero hoy te encuentro mucho peor. ¡Qué quiere usted, mamá! Debe de ser el mareo... El acento es uno de los grandes encantos de Galicia. Cuando yo llegué, los primeros amigos a quienes vi prorrumpieron en ayes lastimeros. ¡Fulaniño! me decían . Vendrás muy cansadiño. ¡Pobriño!...

Como quiera que sea, digo, que por suerte ó por cualquiera otra cosa que fuese, yo no me hallé en él, ni pasó más ni menos de lo que he dicho. Y tornó á decir que si por D. Alvaro no hubiesen pasado los trabajos que han pasado, que me maravillaría mucho de que no se le acordase cómo pasó este negocio, pues lo supo de muchos y de , y solía tener buena memoria.

Don Álvaro en el seno de la confianza hablaba con desprecio de Visitación y hacía gestos mal disimulados de asco. Aseguraba que tenía un pie bonito y una pantorrilla mucho mejor de lo que podría esperarse; pero calzaba mal... y enaguas y medias dejaban mucho que desear... ya se le entendía. Y solía limpiar los labios con el pañuelo después de decir esto.

¿Quién podía sospechar que en aquellas cartas se agitasen las parcialidades de la corte? En aquellos tiempos y aun en otros, los conventos de monjas venían á ser para los conspiradores lo que un arroyo ó un río para el que quiere hacer perder las huellas de su paso á quien le sigue. De modo que una abadesa de monjas en el siglo XVII, solia ser un personaje importantísimo.

Después pensé que se trataba de un borracho; luego, que aquel hombre no estaba arrimado a la reja donde Gloria me hablaba, sino a la de otra ventana. Todo esto en menos de un segundo. Anduve tres o cuatro pasos más y me convencí de que, en efecto, era un hombre, que estaba arrimado a la ventana de mi novia, en la misma posición que yo solía estar.

En cambio, a la noche solía tener apetito. Eso es lo que yo no puedo atestiguar dijo Isabel, sonriendo con tristeza. ¡Claro, como que nunca me has visto comer! dijo el conde, un poco contrariado por el oculto reproche. Poquitas veces añadió la joven tímidamente. ¡Phs! murmuró D. Jenaro, levantando los hombros con indiferencia.

A los pocos días de hablar con la criada de doña Carmen se acentuó el retroceso en el padecimiento de Clotilde, a quien velaban alternativamente una noche su marido con la doncella, y otra Julia con doña Carmen, la cual solía echarse en un sofá mientras Julia pasaba el rato leyendo y pronta al cuidado de la enferma.

Eché calle arriba, y llamé a la puerta de la Casa de Estudios. Así solía decir el dómine. No gustaba de que su establecimiento fuese equiparado ni con la Escuela del Cura ni con la Escuela Nacional. Un chico abrió la puerta. Un muchacho jetudo, de cabello erizado y ojos lacrimonos. Había tormenta.

De recibir y agasajar al clero, hecho a poco y mal guisado, estaba encargado por orden y cuenta mías, y también según otra costumbre, el párroco don Sabas; de los demás forasteros del montón, nadie solía cuidarse, y nadie se cuidó allí tampoco.

La fotografía de la primera página era más reciente y en ella resplandecía, con el fino tipo de las Aliaga, una maravillosa cara de mujer, la madre de ellas. Más que su noble belleza, impresionaba el alma de los ojos, profunda, dulce, y su expresión singularmente parecida a la de Laura. Este retrato ejercía sobre Adriana una especie de fascinación. Solía largamente contemplarlo.