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Cada vez que le venía a las manos, Consejero se crispaba, juraba sordamente como un carretero. El tres de bastos, malintencionado y socarrón como ningún otro naipe, gozaba al parecer con verle irritado, y se colaba bonitamente siempre que podía en el montoncillo que le repartían. No sólo en la tertulia, sino en toda la villa era conocida esta antipatía.

Yo no nada dijo sordamente Ricardo, abismado en profunda meditación. ¡Ves cómo tenía razón! Ahora que me he confesado contigo y te he dicho mi secreto, ya no me quieres y no tardarás seguramente en alejarte de y dejarme abandonada.

Sacudió la cabeza en silencio, resopló tres o cuatro veces por la nariz, y dijo al cabo sordamente: Empecé a prepararme hace algunos años para la carrera de ingeniero de minas, pero comprendí muy pronto que no era ésa mi vocación verdadera, y la dejé después de tener aprobadas algunas asignaturas.

Cuando se vio en la calle prorrumpió sordamente en denuestos, mirando los panzudos balcones del caserón. ¡Víbora! ¡Cómo se alegraba de su casamiento!... Cuando éste fuese un hecho, fingiría indignación y escándalo ante su tertulia.

Antes que dieras muchos pasos en ella ya él la habrá saltado y estará en su casa. El mozo de Rivota se encogió de hombros con cólera y desdén y profirió sordamente: Bueno... otro día será.

Entonces me defendí golpeándola el pecho, pegándola con la rodilla en el vientre, tratando de tirarla al suelo. Y así luchamos sordamente, sin un grito, respirando el odio y la muerte. Mis ojos se cegaron por una espesa niebla. La cogí por la garganta y apreté los dedos hasta hundírselos en la carne. De pronto aquella mujer cesó de luchar y cayó en la alfombra.

Salió del buque con lúgubre mutismo, como si le llevasen á sufrir tormentos mortales. Luego canturreó sordamente, lo que era en él indicio de honda preocupación. No pudo asistir el joven Telémaco á la entrevista, pero rondó por las inmediaciones de la puerta cerrada, alcanzando á oír algunas palabras en voz más fuerte que se deslizaron por las rendijas.

Al fin se apartaron y D. Prisco, llevándose el pañuelo á los ojos para enjugar una lágrima, murmuró sordamente: ¡Miseria humana, D. Félix, miseria humana! El capitán bajó la cabeza resignado. En aquel momento se oyó el silbo prolongado de la locomotora que cruzó rauda con infernal estrépito. Uno y otro la miraron con más estupor que cólera.

A partir de ese día, fecundo para mi en acontecimientos íntimos, estalló de pronto una revolución que rugía sordamente en mi espíritu desde hacía algunos meses, y cambió completamente mi modo de ser para con mi tía. Por aquel tiempo el cura y yo repasábamos la historia de Francia, que me jactaba de conocer muy bien.

No pudo lograr de ella otra respuesta. Pues si ese guasón sigue dándome jaqueca, el día menos pensado le cojo por un brazo y le planto en la calle. Soledad se puso pálida de ira, pero se limitó á decir sordamente: Harías muy mal. Transcurrieron bastantes días después de esta corta explicación y las cosas, en vez de mejorar, empeoraron.