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Sus ojos enrojecidos y fatigados brillaban en el fondo de las órbitas; sus labios apretados revelaban amargura e irritación. Allí estaba, petrificado en un dolor mudo. El deseo de acercarme a él me sacudió como un calofrío de fiebre. Pero, cuando quise levantarme, sentí como dos manos de hierro que pesaban sobre mis hombros y me hicieron caer de nuevo en mi asiento.

Ella sacudió la cabeza; pero en el mismo instante dos lágrimas destacábanse lentamente de sus grandes ojos: sintiólas correr sobre sus mejillas; hizo un gesto de despecho, luego arrojándose repentinamente sobre la cruz de granito, cuya base le servía de pedestal, abrazóla con sus dos manos, apoyó fuertemente su cabeza contra la piedra, y la sollozar convulsivamente.

Lucía dio otros dos pasos, pero fue hacia Artegui, y con uno de esos movimientos rápidos, infantiles, festivos, que suelen tener las mujeres en las ocasiones más solemnes y graves, se apretó la holgada bata en la cintura, y manifestó la curva, ya un tanto abultada, de sus gallardas caderas. Sacudió la cabeza, y dijo: ¿Cree usted eso? Pues Don Ignacio.... ¡ya mandará Dios quien me quiera!

En más de una ocasión le llamaron aparte para proponerle un negocio, esto es, desvalijar o asesinar a alguno. ¿Y estás seguro de que no ha mojado nunca en alguno de esos negocios? preguntó Elena con acento dubitativo. ¡Mujer, qué estás diciendo! exclamó su marido soltando a reír. Elena sacudió la cabeza reservándose su opinión.

Don Paco, sereno y decidido, se apartó a un lado, brincó y salvó el bulto y sacudió otra vez tan fiero garrotazo en los lomos del de la carátula, que le hizo caer en el suelo boca abajo. Tendido ya en el suelo el bandido, don Paco se ensañó algo, y sin compasión le dio cuatro o cinco palos más. Como no se quejaba ni rebullía, don Paco le creyó muerto.

Insistí en que lo averiguásemos, y acercándonos a él, Serrano le sacudió levemente: Oiga V..... ¿es V. D. Pelayo del Castillo? El mendigo se incorporó lentamente y restregándose los ojos y abriéndolos con dificultad a causa de la gran irritación de los párpados, contestó mal humorado: No señor, yo no soy ese Pelayo del Castillo. Serrano se quedó un instante suspenso.

Un estremecimiento sacudió el cuerpo del mozo de la Braña. ¡Oh, por !... ¡Bien te acordarás cuando seas señora y vistas de seda y cuelgues de las orejas pendientes que reluzcan como candelas de este pobre aldeano que allá en la Braña destripa terrones! Calla, Nolo, calla profirió ella con acento severo. No me obligues á decir lo que no debo. Lo que soy ahora lo seré siempre para ti.

Levantose el viento con fuerza, sacudió las celosías y agitó las blancas cortinas de un modo fantástico; luego, una niebla gris se deslizó suavemente por encima de los tejados, acariciando las paredes barridas por el viento y envolviéndolo todo en luz incierta e imponente quietud...

Su mano había tocado un objeto frío, metálico, que había cedido a la opresión, y en seguida oyó un chasquido y sintió dos golpes simultáneos en el brazo, que quedó preso entre unas tenazas inflexibles que oprimían la carne con fuerza. Con toda la que le dio el miedo sacudió el brazo para librarse de aquella prisión, mientras seguía gritando: ¡Petra! ¡luz! ¿quién está aquí?

¿Te ha gustado el arreglo de tu cuarto? continuó ella, al mismo tiempo que por sus ojos dulces y tristes pasaba un débil fulgor de malicia. A guisa de respuesta posé humildemente en sus labios un beso de agradecimiento. ¡, bésame, bésame otra vez! dijo ella. Tu boca es tan bella, tan ardiente: da calor al cuerpo y al alma. Y un nuevo calofrío la sacudió. Un instante después entró Roberto.