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El impaciente Rafael habló entonces de lo cortas que eran las tardes de Enero y de la necesidad de aprovechar el tiempo. Fermín llamó al criado, que se extrañaba de la parquedad de los dos amigos, invitándoles a pedir más cosas. ¡Todo estaba pagado! ¡Don Luis tenía cuenta abierta!... Al salir Rafael, marchó directamente a la calle, temiendo que el amo le viese con los ojos enrojecidos.

Mirábase al espejo por las mañanas, y en aquella consulta infalible notaba fláccidas y amarillentas sus mejillas, antes lozanas; la frente se apergaminaba, y tenía los ojos enrojecidos y llorones.

Una de ellas es Valeria, vestida con un lujo estrepitoso y ávido, como si quisiera resarcirse instantáneamente de sus años de modestia y privaciones. Empiezan á brillar, enrojecidos, los cristales del café, resaltando sobre la luz suave del atardecer. Una tras otra, se encienden las grandes lámparas del interior. Llegan hasta Miguel lamentos voluptuosos de violines.

Después, enseñó al doctor el triturador del carbón, donde trabajaban las mujeres entre una nube de polvillo que las cubría la cara, dándolas un aspecto de grotesca miseria, con la boca llorosa y los ojos enrojecidos, en medio de su máscara negra.

Se lo prometo. Gracias, señor Delaberge. Y se levantó con el aire contrito de una mujer que sale del confesionario. Pero, como antes de salir lanzó una furtiva mirada al espejo, vio que tenía enrojecidos los ojos y que desarregladas sus tocas dejaban al descubierto sus cabellos grises.

Pero la blancura de los bustos había tomado un color de chocolate; los bronces estaban enrojecidos por el óxido, los oros eran verdes, las coronas se deshojaban. Parecía que hubiese llovido ceniza sobre la inmovilidad de las cosas. Las personas ofrecían igual aspecto de abandono y decadencia.

»No puedo darme ahora cuenta exacta de todo lo que ocurrió en el resto de aquel día y durante la noche que le siguió; no si Ángel fue y vino varias veces o si no se movió de allí, porque tengo una idea de que faltó muy pocos instantes de mi casa hasta cerca de la madrugada; recuerdo vagamente también que estuvo Guzmán al anochecer, y el efecto terrible que le hizo la noticia que yo le di por entrar; que vio a Luz y que la habló, y que Luz tuvo también para él sonrisas y dulzuras de consuelo; que se apartó de ella a duras penas cuando entró el cura nuevamente para confesarla; que salió con los ojos enrojecidos y el pecho rebosando de sollozos; que, mientras el confesor cumplía su triste cometido, Sagrario, forzando todas las consignas de la puerta, entró hasta donde yo me hallaba recogida para llorar a solas, y se abalanzó sobre , hecha un mar de lágrimas; que se aumentó el raudal de las mías al verme delante de aquel cómplice y testigo de mis maldades; que cuando el cura se me acercó para darme otra enhorabuena y advertirme que de acuerdo con la enferma, se la daría el Viático al día siguiente para que le recibiera con la debida solemnidad, puesto que no corría prisa, Sagrario voló hasta la cama de Luz, de donde me costó gran trabajo separarla; y que con espantarse tanto como se espantó de la infamia de Leticia cuando yo la enteré de ella, se espantó todavía más de que yo no viera en sus estragos otra cosa que el castigo de mis culpas; tampoco recuerdo en qué paré esta corta entrevista con aquella loca de buen fondo, ni cuándo se marchó, ni cuándo se fue Guzmán, ni qué me dijo, ni lo que te dijo Luz al despedirle.

Con los ojos enrojecidos por un sordo lloriqueo, iba la madre de un punto a otro de la alcoba cumpliendo lo dispuesto por los médicos, preparando los sinapismos que aplicaba por debajo de las sábanas a las míseras piernas del enfermo.

Y repite lo que en la mañana dijo de la Tierra. El cielo ignora nuestros dolores. Vuelve lentamente hacia la plaza. De todos los cafés, de los restoranes, de los hoteles surge el vaivén musical de los cadenciosos violines. Pasan detrás de los grandes vidrios enrojecidos por una luz interior las parejas enlazadas, siguiendo el ritmo de la música. Bailan... bailan... bailan.

Miré por él, latiéndome el corazón y temblándome todo el cuerpo; y la vi, allá en el fondo y en el mismo desaliño en que yo la había dejado en mi despacho, recostada en un sillón; el rostro, descolorido; los ojos, enrojecidos y secos; la mirada, perdida en el cúmulo de los pensamientos; la expresión, de honda tristeza, y las manos, abandonadas sobre el regazo. ¡Qué dolor!... ¡y qué corazón había elegido para anidar! ¡Y todo aquel estrago era obra mía; de mis maldades, de mis escándalos!