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Pero, hombre, castigue usted a ese animal gritaba don Fermín al cochero . Mire usted que voy calado hasta los huesos... y quiero llegar pronto a mi casa. El cochero, ante la perspectiva de una propina, descargó dos tremendos latigazos sobre los lomos del rocín, que vino a pagar así la ira concentrada por tantas horas en el pecho del Provisor.

Pues toma dijo el del lecho esos tomines, e la Magdalena vos guíe. Allí rompió la nema y leyó esto que sigue: "Al follón, al ruin, al asendereado e más molido de todos los escuderos. "Vos vide fuir al cantar el gallo, e entendí el son del bataneo que vos ficieron en los lomos; abollados se os mantengan.

Me aseguró, por último, que en dos o tres semanas haría de el mejor caballista de toda Andalucía; capaz de ir a Gibraltar por contrabando y de volver de allí, burlando al resguardo, con una coracha de tabaco y con un buen alijo de algodones: apto, en suma, para pasmar a todos los jinetes que se lucen en las ferias de Sevilla y de Mairena, y para oprimir los lomos de Babieca, de Bucéfalo, y aun de los propios caballos del Sol, si por acaso bajaban a la tierra y podía yo asirlos de la brida.

Rápidamente, se apoderó del látigo de Catalina, y de pie, pálida como una muerta, descargó varios latigazos sobre los lomos del caballo, que partió a escape. El trineo volaba entre la maleza, inclinándose ya a la derecha, ya a la izquierda. De repente se sintió un choque, y Catalina, Luisa, la paja, todo rodó por la nieve en el declive del barranco.

En todas direcciones huían los despavoridos borrachos, chillando como si los cargase un regimiento de caballería a galope: algunos tropezaban y caían de bruces, y la tralla del Tuerto se les enroscaba alrededor de los lomos, arrancándoles alaridos de dolor. Fustigaba el hidalgo de Limioso con menos crueldad, pero con soberano desprecio, como se fustigaría a una piara de marranos.

Hombre sobre el cual dejaba caer su puño, caía redondo: potro cerril cuyos lomos abarcaba con sus piernas de acero, ya podía encabritarse, morder el aire y echar espumarajos de cólera, que antes se desplomaba vencido y jadeante que lograba libertarse del peso de su domador.

Todavía porfiaba mi marido, con la gorra en la mano, a querer ir acompañando al alcalde, viendo lo cual mi señora, llena de cólera y enojo, sacó un alfiler gordo, o creo que un punzón, del estuche, y clavósele por los lomos, de manera que mi marido dio una gran voz y torció el cuerpo, de suerte que dio con su señora en el suelo.

Por las tardes, la respetable asamblea discutía sus aficiones: caballos, mujeres y perros de caza. La conversación no tenía otros temas. Escasos periódicos en las mesas, y en lo más oscuro de la secretaría un armario con libros de lomos dorados y chillones cuyas vidrieras no se abrían nunca. Salvatierra llamaba a esta sociedad de ricos el «Ateneo Marroquí».

Hallábanse, pues, en Montevideo los antiguos unitarios con todo el personal de la administración de Rivadavia, sus mantenedores, 18 generales de la República, sus escritores, los excongresales, etc.; estaban ahí, además, los federales de la ciudad, emigrados de 1833 adelante; es decir, todas las notabilidades hostiles a la Constitución de 1826 expulsadas por Rosas con el apodo de lomos negros.

Mientras estos nuevos apóstoles de la República y de la civilización europea se preparaban a poner a prueba sus juramentos, la persecución de Rosas llegaba ya hasta ellos, jóvenes sin antecedentes políticos, después de haber pasado por sus partidarios mismos, por los federales lomos negros y por los antiguos unitarios.