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Y sin atender a más, salió del portal el aturdido Marquesito. Petra ya estaba dentro, en el patio, haciendo como que no oía. «Ya sabía a qué atenerse; era aquel. Por lo menos aquel era uno. El Marquesito la había entretenido a ella para dejar solos a los otros. Se le conocía en que estaba tan frío. No le había dado ni un mal abrazo en lo obscuro». Escuchó.

que eres de esas aldeas, y conoces todo eso, ¿no sabes por dónde podremos ir sin que encontremos a nadie? Pero, si estará todo húmedo.... Ya no; el sol habrá secado la tierra.... ¡Yo traigo buen calzado. Anda... vamos, Petra! Ana suplicaba con la voz como una niña caprichosa y con el gesto como una mística que solicita favores celestiales. Petra miró asombrada a su señora.

Los árboles seguían hablándose al oído, murmurando con todas las hojas; comentaban con irónica sonrisilla el lance de la guillotina, como decía Petra. «¡Qué hermosa noche! Pero ¿quién era ella para admirar la noche serena? ¿Qué tenía que ver toda aquella poesía melancólica de cielo y tierra con lo que le sucedía a ella?».

La fisgona de doña Petra, hermana de don Feliciano Gómez, que pasaba por la Rúa Nueva al tiempo de apearse doña Paula y sus hijos, pudo observar que el criado sacaba del coche una porción de paquetes, que se le antojaron piezas de tela. Bastó para que todo Sarrió supiese que en casa de don Rosendo se trabajaba ya en el equipo de la hija mayor. Doña Paula, con tal motivo, tuvo una sofocación.

Y él, se volvería a su tierra, si no le mataba Mesía; se escondería en La Almunia de don Godino». Al llegar aquí se acordó el infeliz esposo que Ana, meses antes, le proponía un viaje a La Almunia. «¡Tal vez si él hubiera aceptado, se hubiese evitado aquella desgracia... irreparable! , irreparable, ¿qué duda cabía?». «¿Y Petra? ¡Maldita sea!

No, pesadilla mala... no sería... porque sonreía la señora... daba vueltas.... Y... y... ¿qué decía? ¡Oh... qué decía! no se entendía bien... palabras sueltas... nombres.... ¿Qué nombres?... Ana preguntó esto encendido el rostro por el rubor ... ¿qué nombres? repitió. Llamaba la señora... al amo. ¿Al amo? ... , señora... decía: ¡Víctor! ¡Víctor! Ana comprendió que Petra mentía.

Petra había cuatro criadas: dos, zagalonas aún, duras en el trabajo, de apretadas carnes y músculos de acero, las cuales eran de las que llaman por allá de cuerpo de casa, esto es, que servían para fregar, aljofifar, enjalbegar y tenerlo todo saltandito de limpio; otra, ya más granada, aunque moza también, que cosía, zurcía y planchaba la ropa, y otra que guisaba los más castizos y sabrosos guisotes de la tierra, y que sabía hacer almíbares, cuajados, pastelillos, arrope y gachas de mosto.

Ana había contestado a Petra, al anunciar esta que había luz en el gabinete: Bien; allá vamos. El Magistral había dicho que si doña Ana se sentía ya bien, no era malo estar al aire libre. El silencio de don Fermín y su mirada a las estrellas indicaron a la dama que se iba a tratar de algo grave. Así fue.

La luz amarillenta del gas brillaba de trecho en trecho, cerca de las ramas polvorientas de las raquíticas acacias que adornaban el boulevard, nombre popular de la calle por donde entraban en el pueblo. ¿Cómo me has traído por aquí? ¿Qué importa? Petra se encogió de hombros.

Como había visto tan ensimismada a la señora, se había llegado al molino de su primo Antonio que estaba allí cerca, a un tiro de fusil. Ana le fijó los ojos con los suyos, pero ella desafió aquella mirada de inquisidor. Su primo Antonio, el molinero, estaba enamorado de la doncella; el ama lo sabía. Petra pensaba casarse con él, pero más adelante cuando fuera más rico y ella más vieja.