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Ahora es una melancólica ruina; la miseria, como un cruel vampiro, ha devorado su belleza y su juventud. Días pasados me contaba tristemente, con cierta macabra coquetería: ¿Ve usted estos dos dientes de arriba? Pues se me están cayendo... de anemia.

Era esa hora melancólica del crepúsculo vespertino, anticipada por el estado de la atmósfera, y por la niebla que empezaba á tenderse sobre la tierra.

Y empezó á leerla, al mismo que una sonrisa parecía aclarar su rostro. Sin embargo, la carta era melancólica, terminando con quejas dulces y resignadas, verdaderas quejas de madre. Mientras iba leyendo, vió con su imaginación el antiguo palacio de los Torrebianca, allá en Toscana, un edificio enorme y ruinoso circundado de jardines.

tal; hay en tu fisonomía cierta expresión melancólica; por más que trates de ocultarla con aparente alegría, no lo consigues; en tus ojos hay menos brillo que otras veces; tienes la mirada vaga y perdida... No; lo que tengo, es la mirada de perdido. Ríete lo que quieras: tengo un corazón que no se engaña. estás triste, y me lo ocultas.

Sólo á través de las ramas bajas de los árboles se veían pasar los techos de carruajes y tranvías. Cerró la noche y ella no vino. Al día siguiente Miguel volvió, pero discretamente, sin despertar la curiosidad de los tenderos, permaneciendo largas horas en aquella plazoleta de ciudad vieja, sin otro testigo que la mujer melancólica que ofrecía sus periódicos en un kiosco sin parroquianos.

Durante algunos días estos temores pusieron en la vida, siempre melancólica, de aquella mansión, un sello de tristeza y de inquietud profundas. Todas las voces se hicieron quedas y suspirantes alrededor del amo, que, sumido como nunca en sus cavilaciones y añoranzas, cayó en un abatimiento alarmante.

Parecía ahora más lleno de zozobra y más extenuado que cuando lo describimos en la escena de la pública ignominia de Ester; y bien sea por lo quebrantado de su salud, ó por otra causa cualquiera, sus grandes ojos negros revelaban un mundo de dolor en la expresión inquieta y melancólica de sus miradas. Hay mucha verdad en lo que esta mujer dice, comenzó el Sr.

Ferpierre se repetía a mismo que el suicidio, en tales condiciones, no era solamente posible, sino hasta casi necesario. Ya por otras razones había reconocido su verosimilitud en una naturaleza melancólica y contemplativa como aquélla, en una alma habituada a mirar asiduamente dentro de misma, a estudiar sin miedo, y más bien con una especie de complacencia los problemas de la vida.

El patio se había ido despoblando poco a poco. El muchacho se había callado y una guitarra también. Sólo la otra persistía murmurando suavemente una canción melancólica. La cigarrera no tuvo inconveniente en ponerme al tanto de sus intimidades domésticas. Se había casado por amor, contra la voluntad de sus padres.

Y éstos y otros parecidos lances eran el único lado agradable que tenía para aquel cuadro de continuas e interminables tristezas, sobre las cuales iba descollando de día en día y a medida que la temperatura se templaba y surgían riscos y laderas por los anchos desgarrones abiertos en el espeso tapiz de nieve por los rayos del sol, la figura, de suyo melancólica, de la mujer gris, particularmente hacia la caída de la tarde, y, sobre todo, al descolgar el calderón y empuñar los dos cántaros de barro para ir a la fuente entre día y noche, según costumbre inmemorial en ella.