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Apretando su cinturón colorado, el más fornido, el más ágil saltaba de su barquichuelo, y ya encima de aquella mole inmensa, sin preocuparse del riesgo que pudiese correr su vida, lanzando un ¡han! prolongado, hundía el arpón en las carnes del confiado monstruo. Descubrimiento de los tres Océanos.

-Levántate, Sancho -dijo a este punto don Quijote-, que ya veo que la Fortuna, de mi mal no harta, tiene tomados los caminos todos por donde pueda venir algún contento a esta ánima mezquina que tengo en las carnes.

Pero los que intenten imitarte y cometan tus mismas atrocidades sin vestir unas ropas de corte y color especiales llamadas uniforme, arrastrarán una cadena en el calabozo de una cárcel.... Puedes retirarte. ¡Que avance otro!. El tercero era un adolescente, seco de carnes, nervioso, con una palidez verdosa y los ojos de mirada astuta.

Era una morena más pálida que sonrosada, la nariz pequeña, la boca fresca, la cabeza y la frente muy bien modeladas, el cabello castaño y los ojos garzos, ni grandes ni pequeños, más baja que alta, apretadita de carnes y abultada de formas, revelando en sus movimientos un gran vigor muscular.

Vestía bata flotante de percal claro; no debía de llevar corsé, porque se le notaba el temblor de las carnes libres; estaba recién peinada, y de su cuerpo se desprendía aquella emanación intensa de perfumes baratos con que el estanquero experimentó sensaciones indefinibles cuando habló por primera vez con Mariquilla.

Ideas desordenadas, malos hábitos, vida de holgazanería y nociva á la salud, todo esto se traducía físicamente por la relajación de los tejidos, la postración mórbida de las carnes, las escrófulas, etc. Las mejores encarnaciones ocultaban los males más repugnantes.

Y mira, Sancho, cuándo quieres comenzar la diciplina, que porque la abrevies te añado cien reales. ¿Cuándo? -replicó Sancho-. Esta noche, sin falta. Procure vuestra merced que la tengamos en el campo, al cielo abierto, que yo me abriré mis carnes.

Le aseguro a usted que se me abren las carnes, así que habla de irse. Por fortuna que cada vez se lo quitamos de la cabeza. Pues y la niña, ¡qué suerte haría! Que ha de saber usted que gana don Federico muy buenos cuartos. Cuando asistió y sacó en bien al hijo del alcalde don Perfecto, le dio este cien reales como cien estrellas. ¡Qué linda pareja harían, mi comandante!

No tenía más que la camisa de finísima holanda, y sus carnes finas resbalaban sobre la seda de la bata de su mamá. Era una bata color azul gendarme que semanas antes había regalado a su hermana Candelaria... «No, no, eso no... quita... caca...». Y él insistiendo siempre, pesadito, monísimo. Quería desabotonar la bata, y meter mano. Después dio cabezadas contra el seno.

Me rasgaría las carnes: me abriría con las uñas las mejillas. Cara imbécil, ¿por qué no soy como ella? Hoy estaba muy hermosa. Se le veía la sangre y se le sentía el perfume por debajo de la muselina blanca.