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A raíz de aquel suceso, me pusiste mala cara, y tardó bastante en pasársete el enfado; pero creí que ya me habías perdonado, en gracia a que mismo tuviste la culpa de lo que te pasó entonces. De sobra lo y nunca te guardé rencor por ello.

No niegues, muchacho; la cara te hace traición.... Óyeme bien: si eres tan imbécil que te dejas explotar por tu madre, no cuentes con el cariño de tu tío. Lo que te dejó tu padre para ti es, y no para que se lo coman tus hermanitos los cachorros de Pajares. Vamos a ver; di la verdad: ¿No te ha metido Manuela en sus trampas? ¿No te ha hecho firmar algún pagaré? La verdad, y nada más que la verdad.

Nuestra alma no comprende, no se demuestra, no se explica matemáticamente la esencia de Dios, se encuentra sin la luz del dia en esa atmósfera inconmensurable, y viene la sombra de la noche; huye la evidencia y se da de cara con el misterio. Y este misterio y aquella sombra vienen á explicarle, lo que no han podido explicarle aquella luz y aquella evidencia.

Sentada en una butaca trabajando con aguja de marfil en una colcha de estambre estaba Eulalia, cuya fisonomía semejaba notablemente a la de su papá: era también larga de cara, aguileña, de cejas pobladas y labios colgantes que expresaban un profundo desprecio a todo lo que abarcaban sus ojos: como él, tenía fruncida la frente casi siempre, lo cual daba a su rostro una expresión hostil, no muy común por fortuna en las doncellas de sus años; porque Eulalia estaba en la edad del amor, de las ilusiones, de la ternura, del rubor y la inocencia, por más que ninguna de estas cosas se advirtiesen en ella.

Aquí no estaban en tierra, y la vida de a bordo permite mayores libertades. Hasta el abate de las conferencias andaba por las cercanías del baile, asomando su cara barbuda. «El mar... es el mar, MonseñorPersistió en Fernando la misma sensación de desconcierto y de miedo al tropezarse con los paseantes, cual si éstos pudiesen adivinar lo que había ocurrido abajo.

Uno de aquellos días en que tuvo ocasión de echarle a la muchacha en cara lo que ella llamaba su «ingratitud», tantos cargos terribles la hizo y de tales apariencias de indignación adornó su resentimiento, que la niña llegó a creer en la posibilidad de su culpa.

Adoración púsose como la grana, avergonzada de las perrerías que se contaban de ella. «No lo hará más dijo la dama sin hartarse de acariciar aquella cara tan tersa y tan bonita; y variando la conversación, lo que agradeció mucho la pequeña, se puso a mirar y alabar el buen arreglo de la salita». «Tiene usted una casa muy mona». Para menestrales, talcualita.

No eran las muñecas sólo lo que le llevaban los niños, porque ese caballero de la lámina que mira a la diosa con cara de emperador, le trae su cochecito de madera, para que Diana se monte en el coche cuando salga a cazar, como dicen que salía todas las mañanas. Nunca hubo Diana ninguna, por supuesto.

Fray Antonio, su amigo ignorado, había sido indudablemente el más íntimo y de mayor confianza. ¿Por qué razón nos había ocultado a todos, hasta a la misma Mabel, esta extraña y misteriosa amistad? Miré fijamente la severa cara del monje italiano, tostada por el sol, y traté de penetrar el misterio escrito en ella, pero fue en vano.

Su ancha silla no podía contener aquellos miembros voluminosos, repletos; un tronco obeso y prosaico, un vientre enorme, pantagruélico... y la risa rabelesiana, franca, sonora, que sacude todo el cuerpo. La cara ancha, sin barba, reposando sobre un cuello robusto, con una triple papada, la mirada viva y maliciosa, los ademanes sueltos y cómodos. ¡Qué espíritu, qué chispa!