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Ya conoce usted las pretensiones de las mujeres ricas, que jamás se casan con jóvenes pobres o sin gran porvenir... ¿Cómo casarse con muchachas sin fortuna, cuando la bolsa está mal provista?... Eso sería, como dice el proverbio, casar el hambre con la gana de comer. Es muy triste para los jóvenes dije con compasión. ¿Cómo remediarlo? Es difícil respondió la de Ribert.

Siempre que podía, recriminaba a su hermano por su indolencia, de dejar así todo en manos de aquel advenedizo; poco a poco, le había cobrado desconfianza y no le perdía de vista; cuando salía, de buena gana le hubiera registrado los bolsillos, para ver si se llevaba algo.

Además, le cayó otra ocupación. Sucedió que el Arcipreste de Loiro, que había conocido y tratado mucho a la señora doña Micaela, madre de don Pedro, quiso ver otra vez toda la casa, y también la capilla, donde algunas veces había dicho misa en vida de la difunta, que esté en gloria. Don Pedro se la mostró de mala gana, y el Arcipreste se escandalizó al entrar.

El capista se encogió de hombros; Isagani de mala gana le siguió. El P. Fernandez, aquel fraile que vimos en Los Baños, esperaba en su celda grave y triste, fruncidas las cejas como si estuviese meditando. Levantóse al ver entrar á Isagani, le saludó dándole la mano, y cerró la puerta; despues se puso á pasear de un estremo á otro de su aposento. Isagani de pié esperaba á que le hablase.

Ocupémonos de Adolfito, el precoz funcionario, que no iba a la oficina sino cuando le daba la gana; que había encargado un velocípedo a Londres y había extendido él mismo la orden para que el administrador de la Aduana de Irún lo dejase pasar sin derechos, ¡qué rasgo de genio! « irás muy lejos, niño», le dijo el jefe de Negociado.

En una palabra: no hay nada que pueda interesar a la política; entonces pregunta por el joven Rodríguez y le dicen que está espirando. En seguida se pone a jugar y gana miles. Don Francisco Reto y don N. Lugones han murmurado entre algo sobre los horrores que presencian.

Cuando esto nos falta, ya tenemos sopa de algún convento aplazada; no la tomamos en público, sino a lo escondido, haciendo creer a los frailes que es más devoción que necesidad. Es de ver uno de nosotros en una casa de juego con el cuidado que sirve y despabila las velas, trae orinales, cómo mete naipes y solemniza las cosas del que gana, todo por un triste real de barato.

A cuyos ofrecimientos abrió Sancho los ojos y las orejas de un palmo, y dio consentimiento en su corazón a azotarse de buena gana; y dijo a su amo: -Agora bien, señor, yo quiero disponerme a dar gusto a vuestra merced en lo que desea, con provecho mío; que el amor de mis hijos y de mi mujer me hace que me muestre interesado. Dígame vuestra merced: ¿cuánto me dará por cada azote que me diere?

Hubiera querido hablar de su padre, de su bondadosísimo padre, a quien tanto había amado; de buena gana hubiera recordado también los pormenores de su infancia, por más que en ella la brigadiera no desempeñase un papel muy grato; dispuesto estaba a olvidar todas las heridas, todos los desdenes y acordarse únicamente de los cortos momentos de dicha que había disfrutado; hasta los castigos de su madrastra adquirían, con la velada luz de los años, y al través de la súbita ternura que se había apoderado de él, un aspecto maternal que borraba su injusticia; por su gusto se reiría, trayéndolos a cuento como hacen algunas veces los hijos cariñosos después que llegan a hombres.

Y cuando la puerta estuvo franca, como nada había ya que guardar allí, se volvió dejando la puerta abierta y murmurando por las escaleras: ¡Ya lo creo! con una mujer como esa ya puede uno hacer lo que le la gana. ¡Dios de Dios! en mi vida he visto otra tan hermosa. Entre tanto doña Clara y don Juan estaban estrechamente abrazados, mudos, en el primer momento de alegría.