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Extendió la mano, y con la otra mostraba el bastón, como si fuera un bastón de autoridad. «¡Doña Guillermina mi casera! dijo Fortunata, pensativa, entregando el dinero . Pues a ella le voy a pedir que me haga las obras. Es amiga mía». ¡Qué ha de ser amiga de usted... qué ha de ser! replicó Estupiñá con sarcasmo . Y si quiere usted verla furiosa, háblele de obras que no sean las del asilo.

¡Pues aunque lo diga San García Gómez no lo creo! replicó impertérrita la duquesa . Necesitaría yo verla en el coche de la Cisterna para comprender.

Crecían sobre una fosa sin lápida sepulcral, ni sin ningún otro signo que conserve la memoria del muerto, excepto estas feas hierbas. Parece que brotaban de su corazón, como si simbolizaran algún horrible secreto sepultado con él y que habría hecho mucho mejor en confesar durante su vida. Quizá, replicó el Sr. Dimmesdale, lo deseó ardientemente, pero no le fué dado hacerlo.

-Ya, ya caigo -respondió don Quijote- en ello: quieres decir que eres tan dócil, blando y mañero que tomarás lo que yo te dijere, y pasarás por lo que te enseñare. -Apostaré yo -dijo Sancho- que desde el emprincipio me caló y me entendió, sino que quiso turbarme por oírme decir otras docientas patochadas. -Podrá ser -replicó don Quijote-. Y, en efecto, ¿qué dice Teresa?

Mi querido Jacques replicó Calvat , siento mucho abrirte los ojos y destruir tus ilusiones acerca de tu princesa... Pero... pero puesto que lo quieres, sea... ¿Sabes la pregunta que hace un momento me dirigía la niña a propósito de su excelente madre, de su irreprochable maestra? «Tío decíame , ¿se dan besos los caballeros y las señoras cuando no son marido y mujer?» «Algunas veces... le respondí en ciertas ocasiones... ¿Por qué me preguntas eso, Marcelita?...» «Porque ayer tarde, después de comer, cuando volvía a dar las buenas noches a papá en la sala, vi que el señor de Pierrepont besaba a mamá

Escondido el rostro entre sus manos, la señora Princetot movía negativamente la cabeza y se limitaba a repetir con obstinación. ¡Ay, Dios mío!... ¡Dios mío!... ¿Por qué... por qué?... Se defendía aún, pero mucho más débilmente. ¿Por qué? replicó Delaberge.

El mismo replicó Gracián. Y en el propio instante se abrió la puerta y apareció la cara, mejor dicho, la zalea con ojos del Sr. Zugarramurdi, el cual no dijo más que una sola palabra: Ese....

Yo... la dotrina replicó la penitente temblando... muy mal. No nada. El capellán no hizo aspavientos. Al contrario, le gustaba que sus catecúmenos estuvieran rasos y limpios de toda ciencia, para poder él enseñárselo todo. Después meditó un rato, las manos cruzadas y dando vuelta a los pulgares uno sobre otro. Fortunata le miraba en silencio.

-No os entiendo, marido -replicó ella-, y no qué queréis decir en eso de que os holgáredes, si Dios quisiera, de no estar contento; que, maguer tonta, no yo quién recibe gusto de no tenerle.

¿Qué queréis decir? replicó vivamente Godfrey. ¿Cómo? ¿No ha vuelto todavía a su casa? dijo Bryce sorprendido. ¿A casa? no. ¿Qué ha sucedido? Hablad pronto. ¿Qué hizo de mi caballo? ¡Ah! bien pensaba yo que era siempre vuestro, bien que él dijera que se lo habíais cedido. ¿Lo hizo rodar y lo mancó? dijo Godfrey, rojo de cólera.