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Los amigos de Belinchón andaban, los días que siguieron a la llegada de aquél, satisfechos y rozagantes, mirando a sus enemigos con ojos provocativos. «Temblad, petates, temblad» parecían decirles con la mirada. El mismo don Rosendo, tan magnánimo, tan filósofo, tan humanitario, participaba de aquel rencor implacable, deseaba ardientemente el exterminio de sus contrarios.

Cuando llegaron a la villa, era noche cerrada. Subió el Duque con su secretario a las habitaciones que don Rosendo le había destinado.

Cartas iban y venían de Madrid. Los del Camarote no se descuidaban tampoco para estorbarlo. Maza deslomaba a sus contrarios con la vara de la justicia. Como la mayoría de don Rosendo era sólo de dos votos, urdía tramas admirables para arrancárselos.

No hubo asunto o problema científico, social, económico y político en que don Rosendo dejase de meter la cucharada con gran lucimiento.

Algunos años antes no hubiera amenazado sino ejecutado; pero la cigarrera, desde que lo es, sale en cierto modo de la patria potestad, y por eso se creyó el señor Rosendo en el caso de guardar consideraciones a su progenitura.

Y el señor Rosendo pronunciaba una de estas tres frases: Menos mal. Un regular. Condenadamente. Aludía a la venta, y jamás se dio caso de que agregase género alguno de amplificación o escolio a sus oraciones clásicas. Poseía el inquebrantable laconismo popular, que vence al dolor, al hambre, a la muerte y hasta a la dicha.

Se fueron acercando, hasta que quedaron abrazados los dos gigantes. También don Rosendo saludó con efusión al joven; pero estaba tan preocupado con el peligro que había corrido su existencia, que al instante volvió a ponerse sombrío y melancólico. Apenas pudo contestar a las preguntas que el contramaestre le hizo, pidiéndole instrucciones por encargo del capitán.

En los dos meses y pico que éste llevaba de permanencia en Sarrió, los amigos de don Rosendo habían conseguido que prosperase en el juzgado una denuncia contra el alcalde, previa la venia del gobernador de la provincia; habían logrado «tumbar» al administrador de Correos que era del Camarote, y que se resolviese en favor suyo «el problema del matadero». Los amigos de Maza, que andaban cabizbajos y abatidos, recibieron la noticia como una mosca, próxima a morir en el otoño, recibe un tardío rayo de sol. ¡Santo Dios qué calurosos comentarios aquella noche en el Camarote! ¡Cuánta conjetura!

Pero no se había conjurado el choque sino momentáneamente. La pelota estaba en el tejado y no tardó en caer. Maza tenía vehementes deseos de decir a don Rosendo que lo del periódico era «una mamarrachada». Este no las tenía menos vivas de decirle a Maza que era un envidioso. Y en efecto, a la primera ocasión que se presentó, ambos la cogieron por los pelos para comunicarse estas gratas noticias.

Puede cualquiera imaginarse la emoción y la gratitud de don Rosendo, al recibir aquella honrosísima distinción. Como en Sarrió nadie poseía una gran cruz, se vió precisado a ir a Lancia, para que un caballero de la orden llevase a cabo la ceremonia de ceñirle la banda.