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¡Me perderá! interrumpió Sorege con violencia. ¡Pero que extraño cambio de papeles! ¿Perderme yo, que no tengo nada de qué arrepentirme? Mientras que yo, añadió Jacobo riendo con amargura, he sido condenado como criminal, ¿verdad? , Sorege, tienes razón. Si yo soy culpable, eres inocente. Pero, Jacobo ¿es posible? ¡Sospechas de ! ¡Me acusas! ¿De qué?

Señor de Pierrepont exclamó la vizcondesa, oprimiendo el brazo del marqués ; por todo lo que más quiero y lo que más respeto; por todo cuanto hay de más sagrado, le juro... ¿me oye usted? le juro que Beatriz es inocente de lo que la acusa. ¡Sin duda, se lo ha dicho ella! murmuró Pierrepont sonriendo con amargura.

Varias le saludaron llamándole por su nombre, porque era hombre popular y conocido en todas las clases sociales. «Adiós, Velázquez. Adiós, guapo. Adiós, eleganteRespondía y apretaba el paso, porque no le pedía el cuerpo conversación. Sin embargo, en la calle de la Amargura, de un grupo de mujeres disfrazadas de gitanas se destacó una que logró abordarle.

Al llegar aquí Tirso creyó oportuno poner gesto triste, y dando a la voz acentos de amargura, dijo: ¡Ah, señora! ¡Si Vd. pudiera apreciar la pena de mi corazón al comprender que las ideas de mi hermano disculpan... hasta justifican, que yo tome cartas en este asunto!

Sea ó no un pecado, dijo Ester con amargura y con la mirada fija en el viejo médico, ¡odio á ese hombre! Se reprendió á misma á causa de ese sentimiento, pero ni pudo sobreponerse á él ni disminuir su intensidad.

Esta hija de la culpa del padre y la vergüenza de la madre ha venido, enviada por Dios, á influir de varios modos en el corazón de la que ahora con tanta vehemencia y con tal amargura reclama el derecho de conservarla á su lado. Fué creada para una bendición, para la única felicidad de su vida.

La madre de ella era una mujer vulgar, de cortas luces y de instintos groseros. Adoraba a su hija, pero continuamente y con honda amargura se lamentaba de los sacrificios que por ella hacía, de las privaciones que sufría y de la desconsolada vejez y triste muerte que iba a tener en medio de tanta pobreza.

¡Sufrir... trabajar...! repitió el enfermo con amargura; ¡ah! facil es decirlo cuando no se sufre... ¡cuando el trabajo se premia!... Si vuestro Dios exige al hombre tanto sacrificio, al hombre que apenas puede contar con el presente y duda del mañana; si hubiese usted visto lo que yo, miserables, desgraciados sufriendo indecibles torturas por crímenes que no han cometido, asesinatos para tapar agenas faltas ó incapacidades, pobres padres de familia, arrancados de su hogar para trabajar inútilmente en carreteras que se descomponen cada mañana y que parece solo se entretienen para hundir á las familias en la miseria... ¡ah! sufrir... trabajar... ¡es la voluntad de Dios! ¡Convenza usted á esos de que su asesinato es su salvacion, de que su trabajo es la prosperidad de su hogar!

¡Cuanto dolor, tristeza y amargura, Y cuanto sobresalto ha pasado La gente zaratina sin ventura! Pues quien con atencion bien lo ha notado Verá, que al mayor mal en coyuntura Un buen suceso ò gusto ha acompañado: Que no haber de esta suerte sucedido, Hubiera el resto Zárate perdido. ¡Qué pena, qué dolor no mitigára El ver al buen Garay por aquel llano!

La señorita Guichard se sentó en una butaca y con la faz alterada, la boca contraída por la amargura y los ojos sombríos, se abismó en sus pensamientos. De modo, que había sido burlada, ella, que se creía tan fuerte.