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Ni había cosa que a Lucía pusiese en mayor enojo que hallarlos conversando, cuando volvía, de la caza de ayer, del jabalí en preparación, de las fiestas de cacería en los castillos señoriales de Europa, de la pobre Ana, de los tamales de Petrona Revolorio.

Acaso la novedad del lecho, su propia blandura, hicieron en Lucía el efecto que suelen hacer en las personas habituadas a la vida monástica, de quienes se puede decir con paradójica exactitud que la comodidad les incomoda. Al despertar a Lucía con un bol de café con leche, diole la camarera, por primer noticia, la de que monsieur Miranda no había venido en el tren de España.

Ya comprenderás de qué manera aplicaba yo este caso a Lucía y a . Y, sin embargo, aunque me parecía atinado y juicioso lo que con relación al refinamiento material decía la señora de Benítez, yo seguía hallándolo vil y grosero aplicado al refinamiento del alma. Lo que es en esto persistía yo y me aferraba en ser más exquisita que D. Ambrosio. Mi entendimiento vacila, cambia y duda mucho.

El ojo bizco de esta mujer era su único, pero completo rasgo fisonómico-característico; era un verdadero ojo de demonio que lucía como un ascua medio apagada, y que en continua movilidad dejaba ver sucesivamente todas las expresiones de los siete pecados capitales.

Descendía rápidamente el sol a su ocaso, caía sobre el jardín la sombra; Sardiola, el lebrel fidelísimo que había dado el ladrido de alarma, no estaba ya allí. Lucía miró en torno suyo con ojos vagos, y llevose las manos a la garganta oprimida.

Alégrate sólo y no estés envidiosa respondió el Comendador; hallarás también un hombre que te merezca, que te ame y á quien ames con toda la energía de tu corazón. No, tío, no me amará replicó Lucía. Yo soy muy desgraciada. Y Lucía suspiró de nuevo. El Comendador, á la dulce y escasa luz de los astros, vió entonces que corrían dos hermosas lágrimas por las mejillas de Lucía.

Pusiéronse en esto los días tan lluviosos, que ni Pedro iba a casa, ni Adela a la de la Revolorio, ni podía Ana salir al colgadizo, ni Sol y Lucía, sino estar cerca de ella; ni Juan, fuera de sus horas de leer, que le fatigaban ahora que no estaba contento, tenía modo de estar alejado de la casa.

Y después de considerar a Lucía algunos instantes más, añadió: No, ello es que también se ha desfigurado usted mucho.... Si no parece usted la misma que cuando la acompañaba el señorito Ignacio....

Ni voluntad, ni deseo, ni sentidos, ni pasiones... un sayal, un muerto ambulante debajo.... Pero.... Artegui se inclinó a Lucía con inquietud. ¿Me comprendes? interrogó de pronto. , ... dijo ella, y su cuerpo temblaba.

¡Qué semana, la semana del baile! Pedro ha ido a la ciudad. Lucía quiso por un momento que fuera Juan, hasta que la miró Ana. ¡Oh, no, Juan! no te vayas. Una tristeza había en los ojos de Juan Jerez, que acaso ya nada haría desaparecer: la tristeza de cuando en lo interior hay algo roto, alguna creencia muerta, alguna visión ausente, algún ala caída.