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El bien sumo a que ellos aspiraban era a salvar el alma; y de una manera secundaria, cuando surgía la oportunidad, cooperaban a que el prójimo se pusiese en vía de salvar la suya.

Andrés se sintió profundamente intimidado cuando su tío le propuso que se quitase las botas y se pusiese las zapatillas. Me parece que no hay zapatillas en la maleta... Vienen en el baúl que trae un carretero dijo, con el aspecto encogido y el acento del que confiesa un delito. ¡Cómo! ¿No traes zapatillas? No, señor se atrevió a responder con voz débil. Bien; entonces te pondrás unas mías.

Mas esta Señora, que como mujer lista no fiaba de aduladores y era muy prudente y amiga de la tradición, resolvió que el rey Buby escribiese á Ratón Pérez una atenta carta, y pusiese aquella misma noche el diente debajo de su almohada, como ha sido y es uso común y constante de todos los niños, desde que el mundo es mundo, sin que haya memoria de que nunca dejase Ratón Pérez de venir á recoger el diente y á dejar en cambio un espléndido regalo.

-Medíos, Sancho, con vuestro estado -respondió Teresa-; no os queráis alzar a mayores, y advertid al refrán que dice: "Al hijo de tu vecino, límpiale las narices y métele en tu casa". ¡Por cierto, que sería gentil cosa casar a nuestra María con un condazo, o con caballerote que, cuando se le antojase, la pusiese como nueva, llamándola de villana, hija del destripaterrones y de la pelarruecas! ¡No en mis días, marido! ¡Para eso, por cierto, he criado yo a mi hija!

Con todo eso, los dos fervorosos Misioneros Joseph de Arce y Juan Bautista de Zea, deseaban se pusiese por obra este intento, allanando con su celo las dificultades tan grandes que se ofrecían.

Don Gaspar no se ofendía por ello, conociendo las exigencias de la política, la vida cruel, abrumada de trabajo, que arrastran sus hombres. Por fin, el importante personaje, dando al marqués una muestra de gran confianza, le había rogado que escribiese él mismo el prólogo, autorizándole para que pusiese su firma al pie.

Ella respondió con mucha humildad que se llamaba la Tolosa, y que era hija de un remendón natural de Toledo que vivía a las tendillas de Sancho Bienaya, y que dondequiera que ella estuviese le serviría y le tendría por señor. Don Quijote le replicó que, por su amor, le hiciese merced que de allí adelante se pusiese don y se llamase doña Tolosa.

Continuarían los gritos, mi gente bajaría el puente levadizo y extraño sería que Ruperto, al oír su nombre a voces en tales circunstancias, no bajase de su cuarto y procurase cruzar el puente. Cuanto a De Gautet, su presencia dependía del azar. Tan luego Ruperto pusiese el pie en el puente empezaría mi papel.

Una fosca media noche, cuando en tristes reflexiones, sobre más de un raro infolio de olvidados cronicones inclinaba soñoliento la cabeza, de repente a mi puerta llamar: como si alguien, suavemente, se pusiese con incierta mano tímida a tocar: «Es me dije una visita que llamando está a mi puerta: eso es todo, ¡y nada más!» ¡Ah!

Su estatura estaba entre los dos extremos, ni muy alto ni muy bajo, bien que si se tomaba en cuenta cierta curvatura de la espalda, que bien le embebía y menguaba dos pulgadas, más se alejaba de ésta que no de aquella medida: ciertas muletas que al lado tenía, mostraban no conservar sus piernas un paralelo bien exacto, y un parche que le obscurecía el siniestro ojo lo daría por tuerto, a no ser que lo encendido, bermejizo y fontanero del otro no lo pusiese casi casi en opinión de ciego, para todo el que tropezaba con tal figura.