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Pero no me gusta esperar dijo Ruperto; y comprendí que iba a poner de nuevo sus manos sobre Antonieta, cuando el ruido que hacía una puerta al abrirse dentro de la habitación, y una voz que decía ásperamente: ¿Qué hace usted aquí, señor mío?

Entonces Henzar se divirtió a su modo. Tomó de manos de su amigo una botella que éste llevaba, la aplicó a sus labios y arrojándola furioso al agua exclamó: ¡Apenas una gota! A juzgar por el sonido y por los círculos trazados en el agua, la botella cayó muy cerca del tubo que me ocultaba a menos de una vara. Y Ruperto, sacando el revólver, la convirtió en blanco de sus disparos.

A quince varas de distancia, sobre el agua, veía su rizada cabeza. Nadaba rápidamente, y sin esfuerzo, al paso que yo, cansado y resentido de mi herida, no podría alcanzarle. Nadé algún tiempo en silencio, pero al verle doblar el ángulo del castillo, le grité: ¡Alto, Ruperto! Dirigió una mirada atrás, pero siguió nadando.

No tuvo el cinismo de mandarme a los tres que antes intentaron asesinarme, pero diputó la otra mitad del sexteto, Laugrán, Crastein y Ruperto Henzar, los ruritanos.

El diablo son las mujeres... empezó a decir, cuándo se oyó la gran campana del castillo que tocaba a rebato, y fuertes gritos que parecían salir del foso. Ruperto volvió a sonreírse y me hizo un saludo de despedida con la mano. Mucho hubiera deseado habérmelas con usted dijo, pero la cosa se pone fea; y desapareció de mi vista. En un instante, sin pensar en el peligro, subí por la cuerda.

Pues entonces dije con un ademán de despedida, ¡hasta nuestra próxima entrevista, que espero nos permitirá conocernos mejor! ¡Y para ello, ojalá que Vuestra Majestad nos proporcione pronta oportunidad! agregó Ruperto altaneramente; y al pasar junto a Sarto miró a éste con tal expresión de desprecio y burla que el veterano apretó los puños y sus ojos brillaron amenazadores.

Haciendo un esfuerzo supremo llegué al lugar donde Ruperto había cambiado de rumbo, e imitándole, volví a verle, en compañía de una muchacha, a la que obligaba a bajar del caballo que montaba. Ella era sin duda la que había lanzado aquel grito. Parecía una campesina y llevaba una cesta pendiente del brazo. Probablemente se dirigía al mercado de Zenda. El caballo era fuerte y de buena estampa.

Por muchos días habían menudeado los conflictos y las discusiones entre Miguel y Ruperto, acrecentándose su odio, y la reyerta que yo presencié entre ellos en la habitación del Duque no fue más que una de tantas.

Me reía al pensar en el papel que había destinado a Ruperto Henzar, pero tenía con éste una cuenta pendiente y todavía me dolía la puñalada que me había dado en el hombro a traición y con sin igual audacia, en presencia de todos mis amigos, en la terraza del palacio de Tarlein.

Estaba atemorizado, pero también nosotros abrigábamos nuestros recelos después de la tentativa de Ruperto Henzar, y Sarto cuidó de tenerlo muy al alcance de su revólver mientras duró la entrevista. Al entrar tenía atadas las manos, pero inmediatamente hice que lo desataran.