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Perrro, señorr, ¿qué se quema?... ¡Si esto parrrece cosa de magia! pensaba el tío Frasquito, en camisa, en mitad del aposento, con los brazos cruzados, el cuello tendido, y dirigiendo a los cuatro ángulos sus narices dilatadas y sus ojos muy abiertos.

La chiquilla de Moreno fundaba su vanidad en llevar papelejos con figuritas y letras de colores, en los cuales se hablaba de píldoras, de barnices o de ingredientes para teñirse el pelo. Los mostraba uno por uno, dejando para el final el gran efecto, que consistía en sacar de súbito el pañuelo y ponerlo en las narices de sus amigas, diciéndoles: goled.

Cuando ambas se enteraron de lo sucedido, olvidando el enojo, cumplieron piadosamente con las leyes de la hospitalidad. Hicieron volver de su desmayo a la víctima de la vaca, aplicando a sus narices vinagre muy fuerte; con el mismo vinagre aguado le pusieron compresas en el chichón y se lo vendaron con un pañuelo blanco, de suerte que doña Nicolasita parecía un Cupido.

Véngase aquí, don Rufo, véngase aquí gritaba uno que estaba más adelante. ¿Eres , Cipriano? Y empujando y tropezando, llegaba el recién venido a colocarse. Alguno más práctico encendía una cerilla, pero al instante salían voces de la cazuela: ¡Eh! ¡eh! ¡Cuidado con las narices, don Juan! Cuando va por las noches a casa de la Peonza, el diablo que cerilla enciende.

Decía esto Sancho con tanto reposo, limpiándose de cuando en cuando las narices, y con tan poco juicio, que los dos se admiraron de nuevo, considerando cuán vehemente había sido la locura de don Quijote, pues había llevado tras el juicio de aquel pobre hombre.

Y como banda de fantasmas, encorvados sobre sus caballos pequeños, nerviosos, finos, que parecían volar con las patas rectas, arrojando humo por las narices, Rafael veía pasar al pueblo valenciano, a los moros, vencidos y debilitados por la abundancia del suelo, huyendo al través de los jardines, empujados por los invasores brutales e incultos para ir a sumirse en la eterna noche de la barbarie africana.

8 La tierra se removió, y tembló; los fundamentos de los cielos fueron movidos, y se quebrantaron, porque él se airó. 9 Subió humo de sus narices, y de su boca fuego consumidor, por el cual se encendieron carbones. 10 Y bajó los cielos, y descendió; una oscuridad debajo de sus pies. 11 Subió sobre el querubín, y voló; se apareció sobre las alas del viento.

Vamos, Cecilia, suelta; no seas mala. ¡Vaya un empeño! ¡Suelta , que me lastimas! ¿Quién eres para quitarme el papel de la mano? profirió con rabia, poniéndose esta vez seria de verdad. ¡Suelta, suelta, fea, narices de cotorra, tonta!... ¡Suelta, o te araño! añadió con los ojos centelleantes y la faz descompuesta por la cólera.

Si vuestras narices no estuviesen tan arañadas, ya veríais... ESCIPIÓN. ¡Perdonad, señora! No ha sido otra que vos la que me las ha puesto así. CLEOPATRA. ¿Cómo? ¿Yo? Entonces sois vos quien me ha raptado. Vuestros cabellos huelen a... ¿Cómo se llama eso? CLEOPATRA. ¡No os importa a lo que huelen mis cabellos! Yo creo que no huelen mal. ESCIPIÓN. Eso es lo que yo digo...

Y mientras Hullin contemplaba tales escenas, desgarrándosele las entrañas, un individuo de la vecindad, el panadero, salió de su casa llevando una gran olla llena de caldo. Fue digno de ver entonces a aquellos espectros agitarse, brillarles los ojos, dilatárseles las narices; parecía que volvían a la vida. ¡Los desgraciados estaban muertos de hambre!