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Estaban en el puerto. Ella señaló á una dama que marchaba por el muelle, entre las altas adelfas recortadas en forma de árboles. Era Clorinda. De un banco se levantó un señor que parecía esperar, saliendo á su encuentro.

Hasta la llegada de la noche vivió una existencia de ensueño; creyó seguir las inverosímiles aventuras de una pesadilla. Pero esta pesadilla era agradable y sus delirios no los inspiraba el terror, sino el entusiasmo. Se vió en la plaza de la Concordia. La muchedumbre, rugiendo cantos patrióticos, hacía rodar los cañones cogidos á los alemanes que estaban expuestos en la gran plaza.

Así lo suponían el Capitán y sus compañeros, por más que el prisionero, que seguía en la estiba atado fuertemente de pies y manos, se obstinase en hacer creer lo contrario, amenazándoles con que sus súbditos exterminarían a toda la tripulación. La sexta noche, cuando ya todos estaban seguros de no ser importunados, ocurrió un suceso inesperado, que les inquietó sobremanera.

Todo esto sucedía cada año, es verdad, pero en éste ¿no eran más verdes los prados, no eran más claras las fuentes, no corría más límpido el río, no cantaban más dulcemente los mirlos y los jilgueros? No lo , pero si así no era, debiera ser así. Porque de algún modo estaban en el deber de celebrar la próxima unión de tan gallardas parejas.

Los que hasta entonces no la habían visto la miraban con admiración y silencio, y los que ya estaban acostumbrados a verla no quedaron menos suspensos que los que nunca la habían visto.

Velasco silbó tres veces muy quedo y pronunció en seguida una palabra incomprensible. La puertecita abriose, y entraron. Estaban en una cuadra angosta y profunda. Hacia la derecha, pequeño aras marmóreo, cubierto de una piel de cordero, se diseñaba con misterioso claroscuro.

El mismo Yurrumendi aseguraba, según Zelayeta, que aquellas gradas estaban hechas para que las sirenas pudieran ver desde allá las carreras de los delfines, las luchas de los monstruos marinos que pululan en el inquieto imperio del mar.

Aún no habían los dos recién conocidos finalizado los primeros capítulos de la plática, cuando le anunciaron al sabio que allí estaban dos jóvenes que ansiaban por saber de su boca las dichas o desdichas de su estrella.

Esto bien se sufre." Y comienzo a desmigajar el pan sobre unos no muy costosos manteles que allí estaban; y tomo uno y dejo otro, de manera que en cada cual de tres o cuatro desmigajé su poco; después, como quien toma gragea, lo comí, y algo me consolé.

El General don Pantaleón García fué el único que en tan crítico momento se encontraba en su puesto de Maypajo, Norte de Manila; pues los Generales Noriel, Rizal y Ricarte y los coroneles San Miguel, Cailles y otros, estaban fuera, disfrutando de sus licencias. El General Otis, segun informes verídicos, telegrafió á Washington que los filipinos habían agredido al ejército americano.