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Los gorriones, los jilgueros, las golondrinas y otras cien especies de pintados y alegres pajarillos salen a la campiña con el alba, a coger semillas, cigarrones y otros bichos con que alimentarse; pero todos anidan en el término de Villalegre, y vuelven a él, después de sus excursiones, para guarecerse en sus cotos y umbrías, para beber en sus cristalinos arroyos y acequias, y para regocijar aquel oasis con sus chirridos, trinos y gorjeos.

Dejó caer de nuevo el odre, y con la cara entre las manos estuvo llorando largo rato. Al cabo prosiguió su tarea; pero las lágrimas no dejaban de resbalar por sus mejillas escaldándolas. El aleteo y el piar de unos pajaritos la distrajeron un momento. Eran dos jilgueros que tenían allí su nido.

Cuando yo era párroco de las Veguellinas, jilgueros y alondras y hasta pardales cantaban y silbaban en el coro y era una delicia oírlos». Fortunato era un santo alegre que no podía ver una irreverencia donde se podía admirar y amar una obra de Dios. Glocester, el maquiavélico Arcediano, «opinaba que el Obispo pero este era su secreto no estaba a la altura de su cargo».

Por esto habían valido poco las amonestaciones de don Fermín para que Fortunato se abstuviese de adornar los balcones con jaulas pobres, pero alegres, en que saltaban y alborotaban aturdiendo al mundo, jilgueros y canarios, que en honor de la verdad, parecían locos. «Gracias que no llevo mis pájaros a la catedral para que canten el Gloria cuando celebro de Pontifical.

La intromisión del Círculo republicano en la barriada eclesiástica traía muy desasosegados al obispo, a los Jilgueros, a todo el cabildo y a la tropa menuda clerical que allí avecindaba. Siempre que había reunión en el Círculo, salían los asistentes lanzando gritos inflamatorios, cuando no blasfematorios. Por fortuna, el Círculo tenía poca cabida.

Ocultáronse al fin todos en el último recodo del camino, y sólo quedó la llanura árida, la polvorienta carretera, el pueblo de barracas, el colegio solitario, silencioso como una jaula de jilgueros vacía, y a lo lejos, acechando entre la bruma, Madrid, la gran charca.

Canarios o jilgueros recuerdan la primavera con sus trinos; y si el amo de casa es cazador, no faltan perdices y codornices cantoras en sus jaulas, y las escopetas y trofeos de caza adornan las paredes. En torno del hogar, casi en tertulia con los amos, vienen a colocarse los galgos y los podencos.

Ni uno solo de aquellos hombres que quedaban allá abajo le había hablado de amor, de amor cierto, ni se lo había inspirado. Repasando todos los años de la inútil juventud, recordaba, como la mayor delicia que pudiera cargarse al capítulo de amor tal vez, alguna mirada de algún desconocido en uno de aquellos paseos por las carreteras orladas de árboles poblados de gorriones y jilgueros.

Amaba la tranquila libertad del campo y pasaba los días bajo un emparrado adornado con guirnaldas de madreselvas, cultivando la amistad de los jilgueros que venían á cantar para ella, revoloteaban al alcance de su mano y comían miguitas de su merienda.

«Ya tengo el don de lágrimas, leyó el Magistral en voz alta como diciéndoselo a jilgueros y gorriones, petirrojos y demás vecinos de la enramada, ya lloro, amigo mío por algo más que mis penas; lloro de amor, llena el alma de la presencia del Señor a quien usted y la santa querida me enseñaron a conocer. En fin, de esto ya le hablé.