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Era soltero, vivía solo, con una patrona vieja; fumaba mucho en pipa, andaba tambaleándose y llevaba un anillo de oro en la oreja. Yurrumendi había formado parte de la tripulación de un barco negrero; navegado en buques franceses, armados en corso; vivido en prisión por sospechoso de piratería. Yurrumendi era un lobo de mar.

El Atlántico le conocía desde Islandia y las islas de Lofoden, hasta el Cabo de Buena Esperanza y el de Hornos. Sabía lo que son las tempestades del Pacífico y los tifones del mar de las Indias. Yurrumendi había visto mucho; pero más que lo que había visto, le gustaba contar lo que había imaginado. A Chomin Zelayeta y a nos tenía locos con sus narraciones.

Yo cogí una fiebre y no me he curado todavía de ellaEn el paquete venían dos grandes perlas que Small me enviaba. Me repugnaba quedarme con ellas; no quise enseñarlas a mi mujer, y, subiendo al Izarra, las eché al mar. Servirán pensé para que se adorne alguna ondina de aquellas conocidas por Yurrumendi. Han pasado muchos años de vida normal, tanquila, sin más incidentes que los cotidianos.

El viejo Yurrumendi, un extraño inventor de fantasías, le dijo a Zelayeta que aquella cueva era un antro donde se guarecía una gran serpiente con alas, la Egan suguia. Esta serpiente tenía garras de tigre, alas de buitre y cara de vieja. Andaba de noche haciendo fechorías, sorbiendo la sangre de los niños, y su aliento era tan deletéreo que envenenaba.

Hay un fondo de crueldad en el hombre, y sobre todo en el niño, que goza obscuramente cuando la barbarie humana sale a la superficie. Casi siempre, al hablar de las piraterías y de las brutalidades de los barcos negreros, Yurrumendi solía recordar una canción en vascuence.

Siempre que Yurrumendi hablaba de mismo, lo hacía como si se tratara de un extraño, en tercera persona. Así decía: Entonces Yurrumendi comprendió.... Entonces Yurrumendi dijo tal cosa. Parecía que sentía ciertas dudas sobre su personalidad. Yurrumendi tenía una fantasía extraordinaria. Era el inventor más grande de quimeras que he conocido.

Lo buscamos, y lo vimos flotando a poca distancia. Vamos, baja me dijo Recalde. Me descolgué, un poco emocionado. La posibilidad de ir a explorar la gran sima negra de que hablaba Yurrumendi se iba haciendo cada vez mayor. Me veía como aquel marinero del Stella Maris, que el mar había arrojado a una peña, con la cara carcomida y sin una mano.

¡Pobre Yurrumendi! Daría cualquier cosa por verle en la tienda de poleas de Zelayeta o en el Guezurrechape de Cay hice, contando sus cuentos; pero los años no pasan en balde, y hace ya mucho tiempo que Yurrumendi duerme el sueño eterno en el Camposanto de Lúzaro. Recalde, Zelayeta y yo ingresamos en la Escuela de Náutica.

Aquí debe haber mucho fondo contesté yo. Me acordaba de lo que decía Yurrumendi. ¿Qué hacemos entonces? ¿Salir de este agujero? preguntó. Recalde estaba deseándolo. Echa el ancla ahí arriba, a ver si se sujeta le dije yo, indicando aquella especie de balcón. Lo intentamos, y a la tercera vez uno de los garfios quedó entre las piedras. Subí yo por la cuerda a la plataforma, y después él.

Si le envía a uno una carta, ya puede no leerla, porque se vuelve loco inmediatamente, tales absurdos y mentiras dice. Yurrumendi contaba que sólo una vez había visto, a lo lejos, al maldito holandés; pero, afortunadamente, no se le había acercado.