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Cárlos V legó á Felipe II el encargo de consagrar la memoria de la batalla de San Quintín por medio de un monumento que, bajo la advocacion de San Lorenzo, sirviese de mausoleo á los restos del emperador-fraile que tanto conmoviera al mundo.

Sinong, el apaleado cochero que le había conducido á San Diego, se encontraba entonces en Manila, le visitaba y le ponía al corriente de todo. Entretanto Simoun había recobrado su salud, al menos así lo dijeron los periódicos.

Quedóse pensativo el famoso guerrero y por fin se echó á reir. ¡Juro por San Jorge no tomar cartas en el asunto! exclamó. Mi muy amada hija es árbitra de su elección, pues la juzgo muy capaz de mirar por misma y elegir con acierto.

Es un San Hermenegildo admirable, hecho en su calabozo por aquel pintor, condenado á perder la mano por haberle dado un bofeton á cierto clérigo. Sin duda el artista comprendía muy bien todo el valor de su mano en capilla, puesto que produjo una obra sublime que le valió el perdon.

Para colmo de aflicción, vió la buena señora por todas partes los objetos con que Celinina había alborozado sus últimos días; y como éstos eran los que preceden á Navidad, rodaban por el suelo pavos de barro con patas de alambre; un San José sin manos; un pesebre con el Niño Dios, semejante á una bolita de color de rosa; un Rey Mago montado en arrogante camello sin cabeza.

Estaba empeñado dicho Altamirano en remover del lugar y oficio al Cura de San Juan, á quien por falsas denuncias, y por su pasion, lo tenia entre ojos, porque le atribuia toda la resistencia de los indios.

Como véis, gústame leer a los escritores santos, o a los santos escritores. Y entre éstos el que más me place y divierte es San Juan Crisóstomo, un detractor furibundo del sexo femenino, que llama a la mujer «un mal necesario», «una tentación de la Naturaleza», «una fascinación mortal» y otras cosas por el estilo.

Y se calló; entonces se precipitaron sobre él, lo agarrotaron, y tres días después estaba en Cádiz, en la prisión de San Augusto, bajo la custodia de un batallón de milicianos.

El mendigo pedía, humildemente, un ligero favor, el marinero se lo hacía, y el viejo resultaba nada menos que San Pedro, que en agradecimiento concedía al marinero un don.

«Medio pollito llegó a la capital; pasó por delante de una iglesia, que le dijeron era la de San Pedro; se puso enfrente de la puerta y allí se desgañitó cantando, no más que por hacer rabiar al santo y tener el gusto de desobedecer a su madre.