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Mientras caminaban hacia la mansión de los Quiñones, el barón no cesó de vomitar injurias y amenazas de muerte contra la esposa del maestrante. Fray Diego procuraba inútilmente calmarle. Sus instintos sanguinarios se iban exacerbando de tal modo, que el ex-fraile, temiendo una catástrofe, se despidió al llegar a la puerta del palacio. El barón tiró de la campana.

El atolondrado rapaz, lanzado a las filas de un ejército sin tener conocimiento del mundo, con viva imaginación, arrebatado temperamento y ningún criterio; igualmente fascinado por las ideas buenas y las malas, con tal que fueran nuevas, pues todas echaban súbita raíz en su feraz cerebro, acogía con júbilo las lecciones del astuto amigo; y su lenguaje, su nervioso entusiasmo, sus planes entre abominables e inocentes, todo anunciaba que don Diego se disponía a cometer en el mundo mil disparates.

Es de poco más de un palmo de longitud, de cabeza triangular achatada y cubierta toda ella de menudas escamas. La picadura, si no se acude á tiempo á cauterizarla, acarrea una fuerte calentura que termina con la muerte. Alunolang y San Diego, muy parecidas á la serpiente negra del Indostán. Su veneno es tan activo que causa la muerte casi inmediata á la picadura.

A Diego de Santiago se pagaron en 8 de Agosto 1571, 3000 mrs. por la danza de villanos. En 12 de Junio á Cristóbal Sánchez de Mendoza por la mitad del carro y danza que ha de sacar el día del Corpus xpi. En 15 de Junio 2250 mrs. á Alonso Ramírez, por la mitad de lo que hubo de haber por la danza de las espadas.

Velludo se iba á escurrir tras él, pero le detuvo el alférez. ¡Eh! ¿á dónde vais vos, señor Diego? Me voy avergonzado. No lo extraño, porque sois valiente. Yo no soy nada... lo que me ha sucedido esta noche... Si sois valiente y honrado, siento lo que os ha acontecido, amigo dijo Juan Montiño ; yo lo he hecho sin intención. Pero esto es un milagro... ¿Quién os ha enseñado á esgrimir?

Es raro que estando sano y salvo no viniese a casa o mandara un recado. ¿En dónde hay caballería? En San Cristóbal, en donde estaba la batería, en la noria; en los altos de la derecha, en los del Guadiel, hacia el Herrumblar, en muchas partes. Ya andará el Sr. D. Diego por ahí. Dios lo quiera. Voy, corro a buscarle. Dime ..., ya no harán fuego, ¿eh? ¿Habrá peligro en andar por aquí?

Alguna vez tuvo que acusar, mal de su grado, a un sacerdote indigno, de delitos contra la honestidad; y si bien en el fondo procuró estar fuerte, terrible, implacable, no hubo modo de que su lengua usase epítetos duros, ni siquiera enérgicos ni aun pintorescos, llegando en el mayor calor del ataque a llamar a su contrario «el mal aconsejado presbítero, si se le permitía calificarle así». «Mal aconsejado decía después D. Diego explicando el adjetivo ; esto es, que yo supongo que el presbítero no hubiese caído en tales liviandades a no ser por consejo de alguien, del diablo probablemente». Tenía el abogado Valcárcel que luchar en sus discursos forenses con el lenguaje ramplón y sobrado confianzudo que se usaba en su tierra, y que aun en estrados pretendía imponérsele; mas él, triunfante, sabía encontrar equivalentes cultos de los términos más vulgares y chabacanos; y así, en una ocasión, teniendo que hablar de los pies de un hórreo o de una panera, que en el país se llaman pegollos, antes de manchar sus labios con semejante palabrota, prefirió decir «los sustentáculos del artefacto, señor excelentísimo». A estas cualidades, que le habían conquistado las simpatías y el respeto de toda la magistratura, unía el don no despreciable de una felicísima memoria para recordar fechas con exactitud infalible, y así, había más números en su mollera que en una tabla de logaritmos.

Vete al momento á casa del señor Justo le dijo Longinos , y que envíe ropas de Cambray para un hidalgo y una gola rica rizada, que no haya más que ponérsela; luego pásate por casa del señor Diego Soto, y que envíe unas calzas de grana de lo más rico, pero al punto, al punto. El mancebo, con mandil y todo, se lanzó en la calle.

Las montañas de Vizcaya no podían suministrar a mi ambición recursos para elevarme a la altura de mis ilusiones. Seguí a don Diego hasta Zaragoza, porque se decidió a protegerme, y yo decía para : «Algún día sacaré a mi madre de la miseria»; pero vos no lo habéis querido.

D. Diego, ciego de enojo, enarboló el palo, y a compás con los movimientos de su brazo que apuntaban impíamente a las costillas del pobre ayo, iba diciendo: Orden, silencio, obediencia.