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Un padrino aprobaba; otro torcía el gesto, poseído de súbita belicosidad. No habían ido hasta allí para oír sermones. Que disparasen pronto las armas, y a escapar, antes de que pudieran sorprenderles. Los dos argentinos se miraban en lo alto del peñasco. ¡Pucha! ¡y qué bien habla el gallego!

Además, tenía pelo en las orejas, pelo en las fosas nasales, anchas y respingadas, prontas á estremecerse en los momentos de cólera ó de admiración... Pero esta fealdad disminuía bajo la luz de sus ojos pequeños, con las pupilas entre verdes y aceitosas; unos ojos que miraban dulcemente, con expresión canina de resignación, cuando el capitán se burlaba de sus creencias.

Sus voces eran gemidos; pero no lloraron, no se atrevieron a besarse, a estrecharse las manos en presencia del mediquillo burlón y de aquellos enfermos que les miraban fijamente. Ella se alejó por un corredor obscuro, precedida por el médico. Su paso vacilaba... pero no quiso volver el rostro atrás, como si temiese perder toda su firmeza.

Hablar con Ronzal, verle a él animado, decidor, disparatando con gran energía y entusiasmo, y notar que sus ojos no se movían, ni expresaban nada de aquello, sino que miraban fijos con el pasmo y la desconfianza de los animales del monte, daba escalofríos. Era de buen color moreno y tenía la pierna muy bien formada.

Rasgaba la «sirena» de minuto en minuto con un aullido lúgubre esta noche blanca sobrevenida en plena tarde. A corta distancia de las bordas cerraba la bruma toda visualidad. Los que miraban abajo sólo veían unos cuantos palmos de superficie acuática. Más allá, el humo turbio y denso lo devoraba todo.

Todos, al pie de la pizarra, miraban como Rocchio, angustiados, con el terror pintado en las caras pálidas, más que pálidas, lívidas.

Entretanto el de Luzmela pugnaba en vano por hablar. Su vida parecía haberse reconcentrado en los desorbitados ojos, que miraban con incensatez, hasta que, tras un nistagmo penoso los cerró para siempre.

El aviso misterioso había volado de los ventorros a los ranchos, por toda la extensa campiña, y cuantos trabajaban en ella acudían presurosos, creyendo llegado el momento de la venganza. Miraban con ojos feroces a Jerez.

Luego gustó ménos de aduladores, dió ménos fiestas, y fué mas feliz; porque, como dice el Sader, sin cesar placeres no son placeres. Disputas y audiencias. De este modo acreditaba Zadig cada dia su agudo ingenío y su buen corazon; todos le miraban con admiracion, y le amaban empero.

La mayor de las hijas, pensando que caería bien allí un escrupulillo forzado, una atenuación irónica a lo dicho por la madre, apuntó cuatro palabras en este sentido; pero enseguida se las tachó con otra ironía la escribanilla segunda; replicó la primera con una pulla a su hermana; intervino la menor con una zumbita mortificante para las otras dos, y volvieron a salirles a las tres los rosetones encarnados en las mejillas, a temblarles la voz y los labios, y en las manos los abanicos, que crujían y se despedazaban entre los dedos convulsos... La Escribana madre, bien conocedora de aquellos síntomas, para conjurar la tempestad, más o menos sorda, que barruntaba, reía a carcajada seca los dichos de sus hijas, queriendo que los tomaran por chistes Nieves y don Alejandro, que se miraban atónitos delante de aquella singular escena.