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Mucho paseo por aquí a todas horas, y me agrada extraordinariamente. Ya hemos entrado en la parte más seca. Esto es arena pura.... Ahora vuelve la piedra.... Aquí hay filtraciones de agua sulfurosa; por aquí una capa de tierra, en que se encuentran conchitas de piedra.... También hay capas de pizarra: esto llaman esquistos.... ¿Oye usted cómo canta el sapo? Ya estamos cerca de la boca.

Nuevo gesto y nueva exclamación del otro. Intervalo de algunos minutos, durante los cuales, Quilito y Jacinto miran los números que la tiza va marcando en la pizarra, en medio de la baraúnda de la rueda. Las vitalicias siguen firmes dice Quilito, creo que debemos lanzarnos. Vamos a ver al gringo Rocchio dice Jacinto.

Rocchio miró a la pizarra y el bailoteo de sus dedos aumentó: ahí estaban las vitalicias sin dar señales de vida, a pesar de su nombre; tan rudo era el golpe sufrido, pues habían caído de una altura de treinta puntos. El oro, aguijoneado por los alcistas, subió medio punto más, a 348 1/2, forzosamente, a disgusto, demostrando intenciones de bajar al 47, mareado quizá de verse tan alto.

Resbala un viajero sobre una roca de pizarra lisa y muy pendiente, cortada bruscamente por un precipicio de cien metros de altura.

En la mirada inquieta con que seguía la marcha, siempre ascendente, del oro en la pizarra, los conciliábulos que celebraba y el aire de contrariedad que no sabía disfrazar, denunciaba claramente que la cosa no marchaba a su gusto, como él decía.

Acercóse al orador el anciano aquel respetable y quiso calmarle. Por Dios, ¡mi amigo! basta de palabras gruesas; ya se ha desahogado usted bastante. ¡Un poquito de tranquilidad! ¡Ladrones! repitió el joven arrojando su sombrero contra la pizarra.

Alrededor de la pizarra, la batalla tomaba proporciones colosales; los dos bandos, alcistas y bajistas, luchaban cuerpo a cuerpo, rabiosamente, cada cual en defensa del santo bolsillo, con uñas y dientes. Don Bernardino Esteven se presentó, cuando la batahola llegaba al punto más alto de su intensidad.

Los mineros derrumbaban aquí, horadaban allá, cavaban más lejos, rasguñaban en otra parte, rompían la roca cretácea, desbarataban las graciosas láminas de pizarra samnita y esquistosa, despreciaban la caliza arcillosa, apartaban la limonita y el oligisto, destrozaban la preciosa dolomía, revolviendo incesantemente hasta dar con el silicato de zinc, esa plata de Europa, que, no por ser la materia de que se hacen las cacerolas, deja de ser grandiosa fuente de bienestar y civilización.

Aunque en el país se le daba todavía el nombre de castillo, Rosalinda no era más que una cómoda casa burguesa, construida a fines del siglo XVIII y flanqueada por dos torrecillas con techo de pizarra que le daban un vago aspecto señorial.

Todos, al pie de la pizarra, miraban como Rocchio, angustiados, con el terror pintado en las caras pálidas, más que pálidas, lívidas.