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No era De Pas de los que solían quedarse al tertulín, como llamaban a la sabrosa plática de la sacristía después del coro. Si hacía bueno, los del tertulín acostumbraban salir juntos a paseo por una carretera o ir al Espolón. Si llovía o amenazaba, prolongaban el palique hasta que el Palomo hacía un discreto ruido con las llaves de la catedral y cada canónigo se iba a su casa.

Esto era demasiado fuerte para poder resistirlo. Y la pobre mujer, toda susceptibilidad y orgullo, sintió que algo caliente se agolpaba a sus ojos, y hubo de hacer esfuerzos para no llorar. Su paso acelerado era una verdadera fuga. Huían del paseo, de aquel lujo que algunos días antes era su elemento y ahora les parecía un verdadero insulto.

Y como se pusiera repentinamente de mejor humor propuso a su amigo el salir a tomar café. Lo tomaron en la Cervecería Inglesa y desde allí bajaron a Recoletos dando un paseo y siguiendo por la Castellana hasta el final. Allí Tristán quiso entrar un momento en el tiro de pistola.

Su tío, desde que había quedado viudo, gozaba de una fama vergonzosa en todo el barrio, desde la Ribera de Curtidores al paseo de las Acacias. No había vendedora de mollejas, tripicallera o chamarilera del Rastro a la que no cortejase, valiéndose del prestigio que lo daban sus habilidades y los cuantiosos ahorros que todos le suponían.

¿Y el abate? dijo Maltrana , ¿Dónde estará el otro conferencista? Habían vuelto los dos amigos al paseo, huyendo del sudoroso calor y los empellones de la gente aglomerada. Cerca del café vieron al abate rodeado de tres jóvenes que habían venido de Buenos Aires para darle la bienvenida. Poco éxito dijo Isidro . El italiano lo aplasta con sus masas.

Como no frecuentaba la alta sociedad ni podía asistir al teatro, para procurarse este placer necesitaba seguirla en la calle o en el paseo cuando no iba en coche. También averiguó que iba los domingos a misa de dos en los Jerónimos; allí la pudo contemplar con más espacio y sosiego. Había dado cuenta a su hermana del hallazgo, pero no hizo ningún esfuerzo para mostrárselo.

Era el coche de las infantitas, que iban de paseo, o el del ministro de Estado que entraba. Deteníanse a ratos delante de los cristales de la habitación de doña Tula, porque desde dentro personas conocidas les saludaban con expresivo mover de manos.

Alegre ó melancólico, me dejaba así fascinar por la corriente, símbolo de ese curso que nos arrastra á todos hacia la muerte, y luego, sustrayéndome con pena á la atracción del agua, elevaba mi mirada á los frondosos árboles, en los que se estremecía la vida, y hacia los ricos prados y serenos montes inundados de sol. #El paseo#

Lázaro, como de costumbre, había bajado al jardín, y con su libro entre las manos, paseo arriba, paseo abajo, recorría lentamente el trecho comprendido entre la estufa de cristales y la verja de entrada, pasando repetidas veces ante las rejas del salón de baile.

Levantadas las columnas sobre pedestales, se pusieron, como remate de ellas, dos estatuas, una de Hércules y otra de Julio César, las cuales dieron nombre al paseo, que el vulgo llamó desde poco después, Alameda de Hércules.