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El sapo rocia con capullos los globos y zapadas de los comensales. El sapo prohija el tetraedros. El sapo desnuda el tetraedro», Belarmino se oprimió las sienes con las manos, echó hacia atrás la cabeza, sacudiéndola con insensato y contenido entusiasmo, y murmuró entre dientes, mordiendo las palabras: «¡Qué razón tiene! ¡Qué razón tieneTerminó la conferencia.

Ana dio un grito, tuvo miedo. Se le figuró que aquel sapo había estado oyéndola pensar y se burlaba de sus ilusiones. ¡Petra! ¡Petra! La doncella no respondía. El sapo la miraba con una impertinencia que le daba asco y un pavor tonto. Llegó Petra. Venía sudando, muy encarnada, con la respiración fatigosa. Le caían hasta los ojos rizos dorados y menudos.

Un olivo parecía un sapo enorme, encogido y en actitud de saltar, con un ramillete de hojas en la boca; otro, una boa informe de amontonados anillos, con un penacho de olivo en la cabeza; veíanse troncos abiertos como ojivas, al través de cuyos orificios lucía el cielo azul; serpientes monstruosas enrolladas en grupo como las espirales de una columna salomónica; gigantes negros, cabeza abajo, con las manos en el suelo, hundiendo los dedos de sus raíces y los pies en alto, de los que surgían varas llenas de hojas.

Los ámbitos del lago quedaron iluminados, y los líquidos senos del monstruo se estremecieron levemente al recibir la caricia del astro de la noche. Allá entre la juncia de la orilla oyóse la voz dulce y aflautada de un sapo. Pedro bajó lentamente, apoyándose con las manos en las rocas hasta tocar con sus pies en los bordes del agua, y permaneció inmóvil.

El rumor creciente, avasallador, de los insectos se había apoderado de la atmósfera enardecida. El grito suave, límpido, aflautado, del sapo rompía una que otra vez la monotonía de este rumor confuso y mareante.

Nació gimiendo; entre gruñidos y pataleos recibió el agua del bautismo, y gruñendo volvió a casa y continuó, sin cesar, muchos días, comiéndose los puños apretados y perneando rabioso, como sapo clavado en estaca, mientras la pacífica y rozagante Verónica, olvidada de su familia en el último confín del hogar, no se moría de hambre porque la niñera cuidaba, de propio impulso, de esos y otros menesteres.

Allí se pone ese holgazán todas las noches. Le conozco; tiene una voz ronca y pausada. ¿Quién, el sapo? , señor. Ya nos acercamos al fin. En efecto; allá veo como un ojo que nos mira. Es la claridad de la boca. Cuando salieron, el primer accidente que hirió los sentidos del doctor, fue el canto melancólico que había oído antes.

Estos versos que ha querido hacer ridículos y vulgares, manchándolos con su baba, la necedad prosaica, pasándolos mil y mil veces por sus labios viscosos como vientre de sapo, sonaron en los oídos de Ana aquella noche como frase sublime de un amor inocente y puro que se entrega con la fe en el objeto amado, natural en todo gran amor.

Hágame usted la novela de un repatriado, que se muere de inanición en este cochino país, dominado por los jesuítas. Tome usted a cuenta estos cuatro duros. Pero eso va a resultar un sapo... Yo no siento ese asunto... Pues, si no le conviene, se marcha enhoramala de la tienda, que tengo mucho tajo. ¡Con esta baraúnda no se puede laborar!...

La Regenta recordó las carracas de Semana Santa, cuando se apaga la luz del ángulo misterioso y se rompen las cataratas del entusiasmo infantil con estrépito horrísono. ¡Petra! ¡Petra! gritó. Estaba sola. ¿Adónde había ido su doncella? Un sapo en cuclillas, miraba a la Regenta encaramado en una raíz gruesa, que salía de la tierra como una garra. Lo tenía a un palmo de su vestido.