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Mas por la puerta seguían entrando grandes oleadas de gente que turbaban a los fieles de adentro e impedían establecer el silencio. María y Genoveva fueron arrastradas diferentes veces de un punto a otro por el vaivén de la muchedumbre. El orador aguardó en vano que se apagara el rumor.

Cada comensal tenía frente a cinco o seis copas, que dos criados se encargaban de ir llenando sucesivamente de diversos vinos, según los manjares que se servían. A nadie sorprenderá, pues, que al terminarse la comida hubiese brindis entusiastas, precedidos de discursos elocuentísimos y acompañados de gritos, bravos y felicitaciones de todo género al orador.

Ruidosos aplausos de abajo, y aplausos, patadas y gritos de arriba, ahogaron las últimas palabras del orador. Presentación me miró, y sus mejillas estaban inundadas de lágrimas. ¡Oh, Sr. de Araceli! me dijo . Ese hombre me ha hecho llorar. ¡Qué hermoso es lo que ha dicho! Señora doña Presentacioncita, ¿no repara usted que ni su hermana, ni Inés, ni lord Gray parecen por ningún lado? Ya parecerán.

Dos espectadores apostrofan duramente al orador. Algunos académicos tratan de imponerles silencio. El presidente rompe la campanilla. El presidente, logrando hacerse oír: Su señoría puede hacer lo que guste, pero conste que la Mesa no le retira la palabra. El miércoles próximo continuará la discusión sobre el derecho de acrecer. Se levanta la sesión.

El orador no había sido nunca amigo del Hombre-Montaña; lo hacía constar desde el principio de su discurso. Si el mismo día de la llegada del gigante al país se hubiese acordado su muerte, el acto le habría parecido muy oportuno é inspirado en una verdadera prudencia política, mereciendo su completa aprobación.

Sin darse cuenta de ello, dejó de ser retórico aquella vez. Su instinto de orador se alejó de aquel peligro, y expresándose á veces con demasiada sencillez, no ocurrió tampoco en el desaliño ni la vulgaridad.

También el venerable orador a quien iba a contestar, por ser original en todo, hablaba con esta concisión: cada período encerraba tres o cuatro ideas.

El celebrado orador que La Correspondencia de España ha llamado magistral en más de una ocasión, por más que no haya logrado prebenda en ninguna basílica, podrá tener, a juzgar por su fisonomía, unos nueve años de edad.

Al orador no le faltaban palabras, pero las lágrimas le salían al camino y querían pasar primero; además, las malditas piernas se le desplomaban, según costumbre, y así, se le veía ir doblándose, y casi tocaba con la barba en el mantel, cuando siguió diciendo: ¡Ah, amigos míos!

Los insurrectos los llamaban en Aragón, pero los llamaban así, sin ira y sin odio. Martí en Zaragoza lo fue todo, el orador en las reuniones, el escritor en los periódicos, el poeta siempre.