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Alrededor de la pizarra, la batalla tomaba proporciones colosales; los dos bandos, alcistas y bajistas, luchaban cuerpo a cuerpo, rabiosamente, cada cual en defensa del santo bolsillo, con uñas y dientes. Don Bernardino Esteven se presentó, cuando la batahola llegaba al punto más alto de su intensidad.

Y el oro, desconfiado como ninguno, asentado con firmeza sobre el 348, no se movía, imperturbable; apostrofábanle los bajistas, le hostigaban los alcistas, y él, quieto, cansado, sin duda, de su ascensión violenta, esperando nuevas fuerzas para seguir su vuelo de águila. Esteven, entretanto, se irritaba.

No volvía a casa hasta las once de la noche, y después de hacer una corta visita a Tónica y Micaela, iba a un café donde se juntaba la gente de Bolsa y podían apreciarse diariamente las opiniones y profecías de «alcistas» y «bajistas». A las nueve de la noche recibieron las de Pajares la visita de Andresito y su papá.

Permanecía en la tienda lo menos posible; cuando no estaba en la Bolsa, pasaba las horas en el café, mediando en las riñas de «alcistas» y «bajistas», con expresión de superioridad; enganchaba la charrette e iba con Teresa, muy emperejilada, a pasear su nuevo lujo por la Alameda, entre los brillantes trenes, para que supieran más de cuatro que él también, «aunque le estuviera mal el decirlo», era de la aristocracia, de la del dinero, que es la que más vale en estos tiempos; y hasta en su misma casa introducía reformas radicales, pasando la familia con violento salto de la comodidad mediocre a la ostentación aparatosa.

Son maniobras de los bajistas, pero ya ve usted que pierden su tiempo: el oro no ha hecho mayor caso y continúa su ascensión. Razón tenía yo en ponerlo en duda, porque conozco al ministro como a mis manos; pero, ¿qué me dice usted de la quiebra de Esteven? ¿Es creíble? ¿Es verosímil? Don Raimundo guardó un rato la respuesta.