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El propio pastor, bien que tuviera buenas razones para creer que la bolsa sólo contenía hilo de lino, si no largas piezas de lienzo tejidas con ese hilo, no estaba muy seguro de que aquel oficio de tejedor, por indispensable que fuera, pudiera ejercerse sin el auxilio del espíritu maligno. En aquella época remota, la superstición acompañaba a todo individuo o a todo hecho un tanto extraño.

Venga esa bolsa, Carmelita dijo Paco, que andaba dando vueltas alrededor de la mesa, metiendo la cabeza entre las señoras, hablando y riendo con todas; ¿dónde la ha puesto usted? Ahí, en el segundo estante, á la izquierda... cójala usted. Señoras, yo llevo la voz cantante esta noche. Les participo que he tomado antes de venir dos huevos crudos.

Isidora le había dirigido al entrar una súplica angustiosa, elocuente expresión salida de los más sagrados senos del alma humana. Juntando el quejido de la necesidad a la súplica del pudor, Isidora le había dicho: «Dame de comer y no me toques». Miquis abre su bolsa a la desvalida hermosa, y con magnánimo corazón le dice: «Mañana estarás en casa de Emilia».

La tropa debía subir toda la calle de Atocha y atravesar la Plaza Mayor, dirigiéndose por la calle de Bailén y el paseo de San Vicente a la estación del Norte, pero entre la plaza de la Bolsa y la Concepción Jerónima halló cortado el paso por una ancha zanja que los braceros de la villa habían hecho para colocar cañerías.

Lo que es eso, corre de mi cuenta. ¡Bueno!... En segundo lugar, tener dispuesta la bolsa; porque, amigo mío, con mosca a la mano se va lejos, y entre masones y no masones por dinero baila el perro.

De común consentimiento aprobaron todos la hidalguía de los dos modernos, y la sentencia y parecer de su mayoral, el cual salió a dar la bolsa al alguacil, y Cortadillo se quedó confirmado con el renombre de Bueno, bien como si fuera don Alonso Pérez de Guzmán el Bueno, que arrojó el cuchillo por los muros de Tarifa para degollar a su único hijo.

El Mosco abrió la bolsa y sacó el hurón. La bicha llevaba al cuello un cascabelillo de sonido débil, y en una pata el cordel que la obligaba a volver a su amo. Perdiose el sutil cascabeleo bajo tierra. El señor Manolo seguía con interés la operación, puesto a gatas al lado de su hermano. Maltrana, tendido de espaldas, miraba las estrellas, el cielo de obscuro azul escarchado de polvo luminoso.

Subió, pues, el trozo de puerco a la extremidad del gancho, y luego, armándose de una linterna y de una bolsa vieja, se marchó a hacer aquella compra olvidada, que, con buen tiempo, sólo le hubiera tomado un cuarto de hora.

«Aquello entusiasmaba, abría el corazón a la esperanza»; y por esto el señor Cuadros, que desde que era tan afortunado en la Bolsa se permitía tener ideas conservadoras, murmuró como un oráculo: ¡Y aún dicen que no hay fe! Por fortuna, la religión de nuestros padres vive y vivirá siempre. Aquí quisiera ver yo a los impíos. La religión es lo único que puede contener a toda esa gente de abajo.

Entretanto, el calor no tardó en producir un efecto somnífero; la linda cabecita de cabellos rubios cayó sobre la vieja bolsa y los ojos azules fueron velados por sus párpados semitransparentes. Pero, ¿dónde se encontraba Marner en el momento en que aquella extraña visita acudía a su hogar? Estaba en la choza, pero no había visto a la criatura.