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Al mismo tiempo millares de paisanos, discurriendo por cerros y alturas, hostigaban de tal modo a los franceses, que no les era posible moverse.

Aceptada la idea, Margarita dejó al duque continuar su examen del reglamento de la alta Cámara, y vuelta a su cuarto, después de haber cerrado cuidadosamente las puertas para evitar verse de pronto sorprendida, se dejó caer en un sillón, apoyó en uno de sus anchos brazos los codos, y ocultándose el rostro con las manos, dejando rebosar el llanto por entre sus sonrosados dedos, fruncido el ceño y enrojecidos los párpados, se quedó pensativa, sin que nadie al verla hubiera podido averiguar si aquella dama era una madre que se imponía un sacrificio, o una mujer a quien los celos hostigaban.

Sería más fácil penetrar en las entrañas de la piedra y sentir la secreta atracción de la cohesión y la fuerza, o escuchar el latido de la planta en que la evolución tiende a la vida. Cuando su inteligencia quería bucear en lo hondo de su pensamiento, le veía poblado de formas extrañas que le hostigaban con las maldecidas preguntas de la duda.

El batallón, reducido a la mitad, formó el cuadro detrás de la aldea de Charmes y subió lentamente por el valle del Sarre, deteniéndose de vez en cuando, como un jabalí herido que hace frente a la jauría, cuando los hombres de Piorette o los de Falsburgo le hostigaban mucho. Así terminó la gran batalla del Falkenstein, conocida en la sierra con el nombre de Batalla de las Peñas.

Y el oro, desconfiado como ninguno, asentado con firmeza sobre el 348, no se movía, imperturbable; apostrofábanle los bajistas, le hostigaban los alcistas, y él, quieto, cansado, sin duda, de su ascensión violenta, esperando nuevas fuerzas para seguir su vuelo de águila. Esteven, entretanto, se irritaba.

En fuerza de imaginar luctuosas peripecias, el pecho se le colmaba de impulsos vehementes, a manera de necesidad perentoria de acción, y acción cruel. Era menester que se libertase de aquellas ansias agresivas, que cada día le hostigaban con redoblada tenacidad, o, de lo contrario, perdería en una mala hora la cabeza y haría una barbaridad.

Estaba cargada de barriles de aguardiente y pilones de azúcar blanquísima, cuyos cristales, heridos por el sol, centellaban con diamantinas luces. Los animales, entornados los ojos, parecían dormitar. El buey de la izquierda, un hermoso buey sardo permanecía inmóvil; el otro, blanco, manchado de negro, se azotaba el lomo con la cola para espantar las moscas que le hostigaban.