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En invierno, como todavía era de noche a dicha hora, tomaba un coche; pero en primavera y en verano, si hacía buen tiempo, se iba a pie. No tenía que andar sino cinco o seis kilómetros hasta su clínica. Había que atravesar una gran aldea, seguir después el camino, a ambos lados del cual extendíase la campiña, y cruzar, por último, el bosque.

Ni preguntó cómo seguía papá, ni qué medicinas tomaba; en fin, nada. Añade Millán que ha enflaquecido mucho y que está muy desmejorada. ¡Pobre madre mía!

Luego volvía, y con naturalidad pasmosa tomaba el hilo de la oración, donde la había dejado: Pues bien, señores, sucedió que...

Y en cambio usted contestó impúdicamente se ha regocijado de su vida. ¿Quién es el que se tomaba la molestia de traerme sus noticias? ¿Quién es el que venía todos los días a decirme en la cara: está mejor? ¿Quién es el que me obligaba a leer sus cartas y las del médico? Hace casi ocho meses que usted me estaba asesinando con su salud. ¡Qué menos que un cuarto de hora para regalarme con su muerte!

Por desdicha, no acabó aquí la ceremonia; el secretario de la Real Estampilla abría de nuevo la puerta de la Saleta y tomaba a anunciar: Señor..., el marqués de Sabadell.

En cambio el bueno de Mateo Mantoux tomaba dulcemente el sol. Como todos los señores se disputaban los quehaceres de los criados, el antiguo cerrajero se adjudicaba los ocios de un señor. Se informaba todas las mañanas de la salud de Germana, únicamente por saber si entraría en posesión muy pronto de sus 1.200 francos de renta.

Era muy capaz de un sentimentalismo vago que, como esas mujeres, tomaba por exquisita sensibilidad, casi casi por virtud. Pero esta virtud para damas se rige por leyes de una moral privilegiada, mucho menos severa que la desabrida moral del vulgo.

Partían de él relinchos desesperados, cacareos de terror, gruñidos feroces; pero la barraca, insensible á los lamentos de los que se tostaban en sus entrañas, seguía arrojando curvas lenguas de fuego por las puertas y las ventanas. De su incendiada cubierta elevábase una espiral enorme de humo blanco, que con el reflejo del incendio tomaba transparencias de rosa.

No me señaló plaza ni oficio, generalmente le servía, y generalmente me pagaba, porque o él me lo daba o en su presencia yo me lo tomaba en buen donaire; y, hablando claro, yo era su gracioso, aunque otros me llamaban truhán, chocarrero.

¡Por cuestión de la paga! repetía por momentos, recordando las palabras del religioso. ¿De quién podía venir aquella especie si no de su rival? ¿Debía también perdonarle con el heroico perdón de los santos? La frase de doña Guiomar: «Harta dicha será que no os desluzcan la jornada mediante alguna calumnia», tomaba ahora en su mente acento de profecía.